Minúscula, 2009. 137 p.
Tit. Or. Das haus der Kindheit. Trad.: Rosa Pilar Blanco
El encuentro con un desconocido que le pregunta por la casa de la infancia lleva a la protagonista a buscar ese misterioso edificio. Una vez encontrado se irá aproximando lentamente, rondando sus puertas, echando un vistazo al interior, hasta que se decida a entrar y a quedar atrapada por sus misteriosas instalaciones.
Contado así parece una película de miedo, y algo de eso hay. La casa va absorbiendo a la protagonista que empieza a perder el contacto con sus amistades y con el exterior, cobijándose en un café que le ofrece alojamiento.
En este ambiente alucinado, de componente fuertemente metafórico, el retorno a la infancia no es algo idílico, sino una vuelta de miedos y angustias infantiles. Excelente como consigue la autora dar solidez a una experiencia casi metafísica.
Recomendable, aunque por momentos se me hizo algo lento.
He hecho un descubrimiento. En la Cedeí tienen una especie de información. Hay tres bedeles cuya función es guiar al visitante. Si uno desea tal acompañamiento, puede pulsar un botón, pero no exigir una persona concreta. Además hay cortometrajes que uno mismo puede proyectarse, cada uno de los cuales, si no he entendido mal, recoge los acontecimientos de un año, por ejemplo, de 1901, 1905, 1910, 1920, con lo que se pretende proporcionar a los visitantes la posibilidad de constatar fenómenos generales de su infancia. También hay una palanca con la inscripción un tanto enigmática de «Cronología», y que, al moverla, acaso sirva para mostrar el decurso histórico del año respectivo, es decir, la génesis real. Hasta hoy no he descubierto esta palanca, ni los encabezamientos con los años, ni la inscripción «Archivador» sobre una especie de panel de mando situado junto a la puerta de entrada, prueba esta de que el museo aún se encuentra en construcción y que la dirección intenta superar un cierto caos inicial. Al principio, yo recelaba de poner en funcionamiento los nuevos mecanismos. Finalmente, dado que los botones de las películas me parecían los menos peligrosos, apreté uno sin pensarlo mucho, el del año 1905. Acto seguido, en una pequeña pantalla de televisión situada junto al tablero de mandos apareció una calle animada con mucha gente y unos cuantos vehículos pasados de moda. Un caballo arrastraba por las vías un pesado tranvía; las mujeres, envueltas en faldas largas y estrechas, daban pasi-
tos apresurados, llevaban enormes sombreros y mantenían las manos ocultas en manguitos de piel. La imagen desapareció, y se vio un ingenio aéreo en forma de puro que, arrastrado con cuerdas por unos soldados, salía despacio de un hangar. Encima de un estrado había un hombre de uniforme blanco rodeado por caballeros con sombreros de copa y largas levitas y que ostentaba un bigote con las puntas retorcidas hacia arriba. En un cabaret ofrecían un baile lento en el que las parejas ejecutaban movimientos insinuantes y voluptuosos al compás de una música lánguida y nostálgica. Estas escenas y las siguientes no transcurrían al estilo de las películas antiguas en blanco y negro, con nieve y dando respingos, sino con colores reales y sonido natural. Se oía la música bailable, los sones de la banda de música militar y el ritmo cansino de los cascos del caballo que tiraba del tranvía. Las botas con botones de las mujeres eran pardas y las banderas, negras, blancas y rojas; un humo azul ascendía de los gruesos cigarros de los hombres. A pesar de que las escenas representadas no resultaban molestas, el conjunto me provocó un intenso desagrado, cuya causa no acierto a explicar.
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