La protagonista entra a trabajar para la mejor perista de arte de la ciudad y, casi sin darse cuenta, se verá involucrada en una trama de falsificaciones. Además de su mentora se adivina, entre el mito, la figura de la Negra, experta falsificadora.
Otra novela alrededor del mundo del arte, en este caso centrada más en los galeristas y falsificadores que en los artistas. Novela sólida, bien construída, con personajes interesantes, pero que me ha dejado más bien frío. A cada momento parecía que podía saltar la chispa pero la chispa no saltó.
Lectura agradable pero poco más. Hay un cierto parecido a la búsqueda de los detectives salvajes pero muy alejado en calidad. Una buena reseña aquí: La luz negra.
Se deja leer.
Desde el comienzo, la especialidad de la Negra fueron los Lydis. La condesa Govone -ese era el apellido de casada de la austríaca Mariette Lydis- vivía en Buenos Aires desde los años cuarenta y se había hecho un nombre retratando a la alta sociedad porteña. Toda familia de alcurnia que se preciara de tal tenía un retrato pintado por Lydis en alguna pared de su casa. No siempre la retratada era la hija más bonita. De hecho, decían que la pintora prefería a las jo lies lai-des porque ellas le permitían licencias poéticas que las lindas jamás hubieran aceptado. En todos esos retratos, como en una clonación, hay rasgos que insisten: las pupilas líquidas, los pómulos altos, las narices chatas, las bocas anchas.
Lydis era una invitada frecuente en los círculos de clase alta, el roce con una condesa hacía sentirse bien a las señoras porteñas, les daba el lustre que añoraban. Pero con el tiempo la pintora comenzó a retraerse y perdió el gusto por la compañía. Fue entonces cuando empezaron a circular falsificaciones de sus pinturas. Era una época en que las pinturas de Lydis funcionaban bien en-el mercado, eran una moda que nunca llegaba a convertirse en furor pero tampoco se agotaba. Había una demanda firme, los precios se mantenían estables y nadie se ponía demasiado puntilloso con la procedencia. Era un tipo de pintura que no levantaba sospechas, los controles eran más laxos; aún no existía la paranoia.
Cada uno de los miembros de la banda era un engranaje de la rueda, pero el talento lo ponía la Negra. Ella pintaba el cuadro, se lo apropiaba, hacía de la visión de Lydis la suya, pero más que copiar pintaba «a la manera de», que es todo un arte porque supone meterse en la cabeza del otro, requiere de empatia y, ¿por qué no?, de genio. Era una falsificadora original, si tal cosa existe. Una vez terminado el cuadro, el ucraniano lo fotografiaba; el ruso, con su hermosa caligrafía adquirida según él en las escuelas moscovitas, hacía los marbetes; el publicista que siempre vestía sacos de Anselmo Spinelli llevaba la pintura a una galería; la galería lo mandaba a autenticar y Enriqueta, que ya estaba haciendo sus primeras armas en la oficina de tasación, firmaba el certificado, y entonces la pintura volvía a la galería a la espera de un comprador o se mandaba a la casa de subastas. Era fácil, casi demasiado, y durante un tiempo la Banda de Falsificadores Melancólicos funcionó como un reloj. Existía un vínculo fraternal entre todos ellos, los que vivían a costa de timar a los ricos.
2 comentarios
Aquí en Buenos Aires ha sido muy elogiada.
El nervio óptico me gustó mucho.
La novela está bien, pero no me ha parecido extraordinaria