Novela desmadrada y poética de cuando Vilas no había sido engullido por el mainstream ni recibido premios sospechosos. Que bueno era el jodido. Todavía lo es, quien tuvo retuvo, pero cuanto echo de menos el mordiente que ha perdido.
Muy bueno.
13. Te estoy buscando
Sí, tengo el cuerpo sucio. Salgo por las noches, y te busco, con idea de que me veas, sólo de que me veas. Sólo el hecho triste de que me veas será para ti un suplicio, una tortura indefinible. Porque como me veas, ay, como veas lo que me hiciste te derretirás como una vela culpable. Cuántas veces he salido de casa y he tenido que volver a los tres minutos porque no me tenía en pie, por tu culpa, por lo que me hiciste.
No sé si te odio exactamente, pero cuando Dios vaya a comerte el corazón, cosa que hará, quiero estar allí para ver tu cara de cobarde, tu cara de sinvergüenza. Bah, que te follen. Te estuve mirando toda la noche, sentado al lado de tu cama. Entré en tu casa casi por arte de brujería. Aún estabas viendo la televisión. Me escondí en una habitación. Esperé a que te lavaras tus dientes. Orinaste largamente y se oyeron cuatro o cinco flatulencias gruesas, del tamaño de tus ciento quince kilos. Te pusiste un pijama que olía mal y te pusiste a leer una novela de un escritor norteamericano, y por fin apagaste la luz, y te quedaste dormido. Tardaste quince minutos en dormirte, tienes suerte, yo tardo seis o siete horas en dormirme, y luego duermo quince minutos, todo a la inversa que tú. Pensé en quemarte vivo. Pensé en rajarte el vientre con un cuchillo que vi en tu cocina. Eres un guarro, no limpias tu cocina. Daba mala gana coger ese cuchillo, pringoso.
Mientras dormías me senté en tu váter, tranquilamente, incluso encendí la luz, tú roncabas. Miré tus libros. Cuántos libros tienes cabrón. Volví a sentarme al lado de tu cama, a verte dormir.
Estabas destapado y te arropé. Entonces, al cabo de una hora te pusiste a sudar y te destapé un poco. Te cogí la mano, pero no lo notaste, tienes un sueño muy profundo. Me puse tus zapatillas y anduve un rato por tu habitación con tus zapatillas puestas, casi ‘calzamos el mismo número. Toqué tus calcetines. Te cambié la hora del despertador. Fui otra vez a la cocina, a buscar el cuchillo pringoso. Te puse el filo a la altura de los ojos. Te quería matar por cómo me trataste, por lo que me hiciste. No es cosa de que diga lo que me hiciste, me siento tan humillado. Tienes un buen piso, muy mono. Se nota que te van bien las cosas. Miré tu álbum de fotos en tu cocina. Me comí una naranja que estaba en la nevera. Tuve ganas de cortarte una mano y meterla en el congelador. Volví a la habitación. Seguías durmiendo, como si no me hubieses hecho nada, tranquilamente, olvidado de mí. Es hora de que te mate. Tienes un buen despertador, lleno de funciones, de diseño, te habrá costado una pasta, se nota que te van bien las cosas, las zapatillas son de piel, te las habrá regalado la malaputa de tu novia, lástima que no esté aquí, porque me la cargaba también. Tienes una buena lavadora. Y un buen lavavajillas, y una buena televisión. Te toqué la mano otra vez. Te toqué una uña de la mano derecha, la tenías un poco afilada. Metí una mano debajo de la manta, había arrugas en la sábana, se oyó otra flatulencia, eres un gordo cabrón, has debido de cenar más de la cuenta.
Te he estado buscando todos estos años y ahora que te he encontrado me entretengo mirando las cosas que hay en tu casa. Parece que no tienes nada que ver conmigo.
-Sí, chaval, conozco los misterios, conozco al Espíritu Santo. Salí a comprarme unas botas; había ahorrado mucha pasta (80 euros) y entré en la zapatería con alegría, pero no me encontraban el segundo pie, sólo tenía un pie, y salí a la calle con una sola bota en un solo pie e iba a los callejones de Z y los negros y los gatos y las ratas y los chinos se reían de mí y gritaban eh mirad allí tenéis al Espíritu Santo, ese jodido hijoputa es el Espíritu Santo, pedidle un milagro a ese cojo de la puta mierda, pedidle un milagro a ese montón de mierda. Y me tiraban basura de los contenedores. Y yo hacía porque me dieran en mitad de la cara y sentía aquella basura en los pómulos brillando en la noche: pieles de plátanos, yogures goteantes, tetrabricks de leche goteante, unos zapatos viejos, todo chocando contra la mala bestia de mi cara, contra mi cara de verdugo. Sí, cabrones, les gritaba, soy el Espíritu Santo, y me voy a follar a vuestras madres, a vuestras hijas, a vuestras hermanas, y a vuestras sobrinas; ah, las sobrinas… ese parentesco ambiguo, menor, con el que nunca cumplís debidamente. Y me caía de risa y les tiraba la bota nueva a la cabeza, la que me sobraba.
Pura materia teológica reservada. El último milagro.
-Y cuando llegaba a casa me echaba a llorar, porque sabía que no tenía padre ni madre, que no había sido concebido en carne mortal, lloraba y me lamentaba, toda la noche llorando, porque yo no era hijo de un coito, del amor corporal, no era hijo de los cuerpos, sin padre ni madre; el Espíritu Santo, ah, chaval, ese soy yo.
74. El Párroco
(La lengua)
El párroco ha terminado el oficio de la noche. La misa de ocho ya está dicha. Está dicha, está dicha, esta dicha. Le espera la cena frente al telediario: una ensalada y una tortilla, una pera y un yogur. Le espera la alcoba. Le espera la soltería. La soltería lleva con él muchos años. No hablar. No estar con alguien. Dormir solo. Como una bestia, alejado de cualquier calor, de cualquier forma de humanidad. Gobierna una iglesia de un barrio de Zeta. Es dueño de esas paredes de ladrillo, de esos crucifijos que nadie usa, de esas velas humeantes y atroces. Vienen algunas pecadoras, y las oye desde una lejanía repugnante. No puede acercarse a ellas, ni aun cuando tuviese la voluntad de un mártir. Y sin embargo, ellas creen en su intercesión. Funcionan bien los radiadores de la iglesia, gracias a la última reparación de Franz, un fogonero que viene a revisar y mantener la caldera de la calefacción dos veces al año,»según estipula el contrato que firmó en su día. Un cTía oscuro en que hubiera firmado cualquier cosa con tal de obligar a alguien a venir a verlo, y no por fe, sino por beneficio. Piensa el párroco que Franz, el
fogonero, es más feliz que él. Él está solo, solo con Dios. Ese inmenso héroe de la eternidad desaparecida. Y Franz estará con su familia, feliz y dichoso, entre abrazos y juegos, sonrisas y alegrías inexplicables. Porque inexplicable es la alegría, porque inexplicable es que tú no participes del regocijo universal de los seres que se alegran de gozar de la vida, gozar de la luz, del amor, del sexo, de la comida, del agua y del viento. Y si todo eso no me bastase, si ni siquiera contemplase la posibilidad de que eso fuese todo, por eso estoy aquí.
El párroco se arrastra por los pasillos y por las calles de Cetísi-ma. Su santidad le permitiría volar, pero él elige andar, como uno más. Renuncia a los milagros que le están permitidos en razón de su sufrimiento. Un gran sufrimiento indescriptible. La debilidad de no haber sabido elegir otra vida, y el haber comprendido que para él era imposible otra vida. Va a comprar velas y obleas. Algún producto de limpieza, un dorador para el oro. Las velas encendidas. El confesionario abierto de par en par. Cierra la puerta del confesionario con sus dedos en la bisagra, y aprieta hasta que brota la sangre y cae la sangre por el suelo, por la madera, por las cortinas del confesionario. Cierra el enorme portón de la iglesia. Y mete los dedos de la otra mano en la bisagra. La puerta esta vez, mucho más grande, no se contenta con la sangre, sino que secciona las falanges de los dedos.
Le faltan dos dedos en una mano y la otra le sangra. Pero da igual. Va al sagrario {sangrante fue al sagrario) y allí se sienta. Coge la copa y bebe un poco de vino. La desesperación fue creada también por Dios. Está en nuestra naturaleza. Hace crecer sus dedos de nuevo y hace cicatrizar las heridas y la sangre. Otra vez sus dos manos están sanas. Las mira. Estúpido milagro que tampoco tú traes la felicidad. Todos los seres humanos viven en cuerpos levemente monstruosos. Oh, cuerpos…
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