Incluye los siguientes relatos:
La infamia del sprinter
ETA in love
Confesiones de un guardagujas
La leyenda de la Playa Roja
En donde hay siempre un acto criminal, asesino (excepto en el último). Beben de los crímenes ejemplares de Aub pero con mayor extensión y están muy bien escritos e incluso plagados de referencias. Ha sido toda una sorpresa por su calidad.
Un sprinter que no duda en llegar lejos para ser el primero, una militante de ETA abrasada por los celos, un guardagujas con alma de psicópata y una pareja que decide montar su casa en un barco. Que en el último aparezca no sólo el paisaje de Logroño y la playa del Ebro, sino un trasunto de mi primer profesor de teatro ha sido la guinda final.
Muy bueno.
Aquello duró año y medio. Fue el primer hervor pero esperaban los 99 laberintos restantes. El se llamaba Alamañac y empezó por irse a Barcelona donde estudió expresión corporal, mimo y teatro en general. Fue bufón en Roma, arlequín en Bruselas y, sobre todo, fue Falstaff en los dramas de Shakespeare. Pero el teatro también fue estrangulado por el «medio» y Alamañac no era reciclable para hacer comedias filmadas a las ocho. Ella se llamaba nada menos que Stella y, aunque también subió a las tablas, se hizo tejedora: almazuelas, tapices y bordados. No llegó a ser Penélope pero, tras muchos avatares, marcada por la vida y sin amor fiable, vino a cruzarse con Alamañac mientras vendía sus trapos bajo los arcos de Portales. Habían recibido noticias mutuas e intermitentes; posiblemente se barruntaran pero lo que ninguno preveía era el «crescendo» que les esperaba allí, precisamente en su ciudad natal y aquella mañana.
Como vender no vendían y aquel encuentro parecía de cine, se fundieron en un beso de «The big sleep», cruzaron el puente, y no se separaron hasta el túnel en el que se inició su amor. Alamañac se había hecho fibroso y austero, aunque capaz de encantar a las truchas del Ebro. Stella era un fuego florido y más lista que un reloj de cuco. No lo pensaron mucho: allí mismo, Alamañac extendió una alfombra en el suelo y empezó a dar piruetas para regodeo de todos, y Stella. Ella desplegó sus telas y decidieron quedarse a dormir en el suelo. No hacía frío y «El Sotillo», cercano a la playa, invitaba al enredo.
Al principio no hubo más problemas que los naturales, pero una tarde, sin más, un guardia les dijo que allí no podían seguir, que no estaba previsto. Forcejearon pero, como los guardias siempre tienen razón, decidieron ser la diferencia y correr con los riesgos. En vez de alquilar una barca de «El Pasti», con lo poco que tenían la compraron, y
se instalaron en el río. El agua es un ciclo; no se vende a metros cuadrados de suelo urbano. El mismo rumor sobre el que se construye el amor, tiene el paso sucesivo del asfalto que las algas del lecho de los ríos. Por las tardes atracaban, extendían alfombras y tapices, se maquillaban, y saltaban al otro lado del espejo para poder comer. Después deliraban por los pasillos de la barca, las habitaciones calafateadas y el mirador acristalado de proa. Los conocían y un día «La Rioja», de la mano del sin-par Roberto Iglesias, les dedicó una página entera: «El amor del agua cumple un mes»; «Dos almas líquidas que flotan sobre la especulación». En ningún momento la policía se dio por aludida. Los vecinos bajaban a la pasarela y a los dos puentes para contemplar a la «Pareja del agua que, desde la marginalidad, han inventado la otra vía». «El País» los trató en «El Dominical» como «El amor que ha puesto el dedo en la llaga. ¿Se molestará la PSV en proponerles un plan de financiación a 20 años?» El tiempo acompañaba y Alamañac hacía vainica con la risa de los niños: convirtió a un padre en estatua de sal y a otro se insufló el don de lenguas; a un botijo le hizo hablar como Gloria Fuertes y, a continuación… 5 minutos de descanso.
Pero llegó la fiebre al río: la envidia humana es fulgurante. Cuatro obreros en paro, padres de familia y vecinos del popular barrio de Yagüe, se subieron a la moto. Los periódicos se hicieron eco, sus mujeres les llevaban la comida y ellos desplegaban una pancarta, entre las dos barcas, que rezaba: «Pan, trabajo y menos desparpajo». Por más que Stella exhibiera cojines donde había dejado su horma el botín de Nefertiti, o un pendón hecho al modo y manera del que luciera Alfonso VIII en Las Navas, aquello había tomado otro cariz, como todo el mundo comprendía. Alamañac y Stella, solidarios dónde los haya, hicieron causa inmediata con los de Yagüe.
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