Témpora, 2005.280 páginas.
Tit. Or. The guards. Trad. Antonio Fernández Lara.
Jack Taylor es un policía expulsado del cuerpo por un severo alcoholismo. Se gana la vida de mala manera como detective privado, con escasa clientela. Pero una mujer le encargará que investigue el caso de la muerte de su hija, de la que dicen que se ha suicidado, pero ella está segura de que no es así.
El protagonista es el típico antihéroe, alcohólico como debe ser un buen policía irlandés, y un sabueso capaz de perseguir a su presa sin dejarse corromper por sobornos. Pueden parecer muchos tópicos juntos, pero funcionan como un reloj gracias a los estupendos diálogos y los buenos monólogos interiores del protagonista.
La trama, que parece implicar a un alto empresario de la zona, también mantiene la tensión aunque al final se me desinfló un poquito. Aún así una lectura de lo más entretenida y unos personajes a los que se les coge cariño. Otra reseña: Maderos
Recomendable.
Hay quienes viven sus vidas como si estuvieran en una película. Sutton vive la suya como si estuviera en una mala película.
Se dice que la diferencia entre tener un amigo y no tener ninguno es el infinito. Eso me lo creo. O que ningún hombre que tenga un amigo puede ser considerado un fracaso. Eso me lo tengo que creer.
Sutton es mi amigo. Cuando era un joven policía, me destinaron al control de aduanas. Es un trabajo tedioso de lluvia y más lluvia. Echabas de menos un buen tiroteo. En vez de eso, lo que tenías eran salchichas y patatas fritas frías en una cabaña con techo de uralita.
l»l único esparcimiento estaba en el bar.
Yo bebía en el que con gran imaginación llamaban «La Posada de la Frontera». La primera vez que entré allí, el camarero dijo:
—Tú eres de la pasma.
Solté una carcajada, pese a que estaba a punto de congelarme. El dijo:
—Yo soy Sutton.
Se parecía a Alex Ferguson. No una versión joven, sino el showman gritón de los días de gloria en los que lo ganaba todo.
—¿Por qué eres policía? —preguntó.
—Para fastidiar a mi padre.
—Ah, odias a tu viejo, ¿eh?
—No, le quiero.
—O sea, que simplemente estás confuso, ¿es eso?
—Fue una prueba, para ver si intentaba impedírmelo.
—¿Lo hizo?
—No.
—Bueno, pues entonces puedes dejarlo.
—Ahora casi me gusta.
A lo largo de los meses de trabajo en aduanas, bebí en el bar de Sutton a conciencia. En una ocasión en la que fuimos a un baile en South Armagh, pregunté a Sutton:
—¿Qué necesitaré?
—Un fusil de asalto.
Camino del baile, yo llevaba puesto el Artículo 8234 y Sutton preguntó:
—Dime, ¿te quitarás el chaquetón para bailar?
—Tal vez.
—Ah, otra cosa. No hables.
-¿Qué?
—Éste es un país de bandoleros; tu suave vocalización podría meternos en líos.
—¿Cómo se supone que voy a bailar… les paso una nota?
—Por Dios, Taylor, es un baile. Vamos a beber.
—Podría enseñarles mi porra.
La noche fue un desastre. Un salón de baile abarrotado de parejas. Ni una sola mujer libre por ninguna parte. Le dije a Sutton:
—Todas están acompañadas.
—Por supuesto, estamos en el Norte, toda prudencia es poca.
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