La novela se desarrolla en la Barcelona de los felices años 20 del siglo pasado. Mauricio, su protagonista, es un joven escéptico y descreído cuya única pasión es el cine. Por casualidad, conoce al director Emilio Ciret, quien aspira a sacar del pantano de aburguesamiento en el que se encuentra a este arte nuevo que considera ya anquilosado. Para ello, pretende llevar a la pantalla esa ciudad cuya existencia la buena gente conoce, o no, pero que, en cualquier caso, no desea ver: los bajos fondos, el hampa, el crimen, la prostitución, todo lo sórdido y vulgar que la burguesía barcelonesa de entreguerras rechaza. Como expresión de su profundo amor por el séptimo arte, Mauricio, además de amigo de Ciret, se convierte en su guionista y su ayudante. Entre ambos desarrollan un gran proyecto, que deben cancelar a causa de un asesinato.
De aquí: El teatro de la luz
Otra reseña: El teatro de la luz
YO NO TIEMBLO, en grandes letras rojas: el temblor abolido por un cartel publicitario en el vestíbulo de un cine.
El deseo explotado desde el miedo. El miedo a no desear. El miedo a no saber lo que deseamos.
La publicidad, ese invento de la burguesía.
La burguesía, ese invento del miedo.
El público burgués tiene miedo del cine. El cine es para las clases bajas. Las masas sienten. Las masas tiemblan. La burguesía cultiva la matemática del sentimiento. No dejar traslucir. No hacer banderas con los trapos sucios. La pantalla blanca, vacía, la sábana blanca. No llenar la pantalla. No ensuciar la sábana.
El cine es indigno y amoral. El cine es peligroso. El soporte de las películas provoca incendios. El fuego, la química, la oscuridad. El material de los sueños es altamente inflamable. Pero las clases medias no tienen sueños. Los sueños son inestables. Su imagen tiembla, parpadea. Los sueños dañan la vista.
Fantasmagorías.
Los negocios no tiemblan. El pan no tiembla, la mano toca la corteza rugosa, las plantas firmes sobre el suelo familiar.
El cine tiembla. El ojo vuelto hacia dentro y el cerebro tembloroso, deshecho, convertido en papilla onírica
La inestabilidad de las primeras proyecciones. La mirada estable, inmóvil, de la gente de bien. El dolor de cabeza. La imagen borrosa. El daño físico. La turbiedad de pensamiento. La imagen sucia como un animal escondido. El ojo sucio como un ano.
El parpadeo de la imagen y el incidente. La bulliciosa oscuridad de un barracón del Paralelo barcelonés. El cine no pasa de ser una novedosa atracción de feria con coartada tecnológica. Un penetrante olor a sudor, cigarros y perfume barato envuelve a un heterogéneo grupo de curiosos. Hace calor. El calor se adueña de palabras como tafetán y encaje. El calor se atrinchera en las medias remendadas y en los fieltros roñosos. Las sesiones se suceden. La sesión del incidente. La sesión.
nocía la importancia simbólica de aquel objeto. El valor sentimental que tenía tanto para Emilio como para ti mismo.
Te interrogó acerca de la película. Le explicaste que te hubiera gustado seguir con el rodaje, pero que el productor había decidido acabarla por su cuenta. Mejor, replicó. No sé qué cono hacíais filmando esa basura. Yo conozco bien a toda esa gente, créeme. Los ricos bajan a nuestras calles en busca de aventuras, como si viajaran a África para ver fieras salvajes. Pero lo único que hay allí abajo es hambre y brutalidad. ¿Para qué ensuciar también los cines con toda esa miseria? Emilio me decía que un artista comprometido con su época está obligado a denunciar cualquier injusticia. Y yo le contestaba que se hiciera misionero. Imagínate que voy a ver una película para pasar un buen rato y que me encuentro con lo mismo que he dejado fuera de la sala. ¿Para qué? No le veo ningún sentido.
No tenías demasiadas ganas de discutir, pero te sentiste obligado a responder. Ricardo sin duda poseía una intuición intelectual muy por encima de su formación. Constituía, por tanto, un claro ejemplo de esos desequilibrios sociales hacia los que el cine debía dirigir su atención, aprovechando su carácter popular y su capacidad para llegar a un público tan amplio como heterogéneo. ¿Cómo hacérselo ver, no obstante, sin ofenderle? Para ganar tiempo, mientras le dabas vueltas a una réplica adecuada, le preguntaste si conocía las obras de Zola. Hizo un gesto despreciativo con una mano y te reconoció que solo leía novelas de amor. Acto seguido esgrimió de nuevo su franca sonrisa para zanjar un tema que, según dijo, le resultaba demasiado aburrido.
Continuasteis hablando durante un buen rato, de todos modos. Él se limitó a partir de ese momento a proseguir con su letanía: era evidente que necesitaba desahogarse. También te dijo que estaba contento de haberte llegado a conocer. Se notaba en tu mirada que eras un tipo de fiar. Comprendía la influencia que habías ejercido sobre Ciret. Tú te sentías bastante incómodo. Te costaba tutearle. Tratabas de mostrarte impermeable a sus halagos. Lo conseguías. Querías volver a llevar la conversación a su cauce. Finalmente asumiste que el Chato no te iba a proporcionar ninguna información de valor. Insististe un poco más. Al cabo de unos minutos te levantaste. Le diste las gracias. Le tendiste la mano. Te abrazó.
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