Después de leer el libro de memorias del autor El oficio más hermoso del mundo me quedé con ganas de más y estas historias de asesinos parecían un buen lugar para continuar.
Tal como está planteado el libro, una recopilación de sucesos luctuosos, podría parecer que estamos ante truculencias propias del periódico El caso, famoso por sus titulares sangrientos. Y es todo lo contrario, hay crímenes, claro, pero tratados con tanta poética que más bien parecen relatos ficticios, crónica de una época de miseria física y moral.
Hay historias que se me han hecho duras de tragar, porque son hechos reales, pero en general la buena prosa y enfoque del autor consiguen construir literatura a partir del horror.
Muy recomendable.
DOS MUERTES, UN SOLO CRIMEN
Cuando el cuerpo del niño de diez años Fermín Villegas Córdoba fue descubierto sin vida en las afueras de Blanes, violado y asesinado, la Guardia Civil detuvo como sospechosos a quienes tenía más a mano: un padre y su hijo, agricultores de las afueras de la población, ambos disminuidos psíquicos.
Tras intensos interrogatorios el padre confesó ser el asesino. Cuando en presencia del juez se procedió a la reconstrucción del crimen, pronto se vio que había poco que reconstruir- el presunto asesino no sabía explicar el hecho porque no había cometido el crimen. Desesperado ante la situación, el detenido se abalanzó sobre un cuchillo e intentó suicidarse en plena reconstrucción del asesinato. Padre e hijo, este último subnormal profundo, quedaron en libertad.
Muchos días después de que el crimen se hubiese cometido se llamó a actuar a los inspectores del grupo de homicidios del Cuerpo General de Policía. Los agentes recorrieron toda la costa, analizaron los perfiles de posibles sospechosos, visitaron decenas de casas y reconstruyeron múltiples historias de vidas.
Un hombre fue detenido, como culminación de la investigación. Definido como un perro viejo, perfecto conocedor de la diferencia existente entre confesar unos abusos deshonestos o una violación con homicidio, el sospechoso, al que se puso a disposición judicial, fue definido como un degenerado que igual violaba mujeres como penetraba analmente a niños.
Antiguo delincuente, su afición eran los púberes. Ante ellos se
hacía pasar por entrenador deportivo. Se los hacía suyos con rl <>b sequio de regalos. Básicamente material de deportes.
«Se gastaba pasta gansa con ellos», me dijo un policía.
En los interrogatorios policiales confesó violaciones y abusos deshonestos que le llevaron a prisión, pero negó lo que a juicio de los policías que habían llevado a cabo la investigación era evidente: el asesinato de Fermín Villegas. El sospechoso fue suficientemente hábil para cometer el crimen sin testigos, para deshacerse del arma y para mantener su negativa ante el juez.
Quedó en libertad y el caso se dio por cerrado y archivado ante la indignación de los inspectores que habían investigado el caso:
«»Se puso a disposición del juez a un hombre sobre el que existían datos suficientes para poder afirmar que era el asesino. Debía hn berse seguido adelante judicialmente. A los juicios orales han llegado sumarios en los que se procesaba a individuos sobre los que recaían menos indicios que en ese caso», me comentó uno de los policías que habían llevado a cabo la larga y dura investigación»
Le dije que a mi juicio no bastaban indicios. Ante el juez se han de presentar pruebas que incriminen. El policía discrepó. Lo que el debate planteaba era el eterno dilema garantías o eficacia. Ninguno de los dos dimos el brazo a torcer Han pasado muchos años desde entonces y el caso Rocío Wanmnkhof me ha venido a reafirmar en mi postura, si contra Dolores Vázquez se hubiesen presentado pruebas y no indicios no se hubiese cometido el error de condenarla por un crimen que no cometió. La reflexión se amplía para meditación de los partidarios de la pena de muerte: si Dolores Vázquez hubiese sido ejecutada por una condena fundamentada en indicios, ¿cómo reparar el error?
A Fermín Villegas Martínez, padre del niño asesinado, se le hundió el mundo cuando se le informó de que el caso se había archivado. Se lo dijeron a través de un oficio frío, impersonal como todo oficio remitido por la burocracia de la Administración: «Muy señor mío [..] a los efectos procedentes [.. ] en relación con el sumario 99 barra 80 […] sello […] tampón […] (rúbrica ilegible de un jefe de ne-
gociado)». Fue, en este caso, el oficio que recibieron los padres del niño. Un procedimiento de manual administrativo insensible al hecho de que cerraba el caso del asesinato no resuelto. Como si la vida y la muerte las pariesen formularios de oficio.
El padre del niño asesinado me escribió una carta en la que decía:
«Le adjunto fotocopia del oficio recibido del Ministerio de Justicia en el cual de una manera terriblemente escueta se me comunica que el caso del asesinato de mi querido hijo Fermín se haya concluso. Mi pequeño fue brutalmente asesinado hace quince meses. Mi pequeño sintió en su inocente e indefenso cuerpo el salvajismo, la brutalidad y la cobardía del hombre que sólo se sabe fuerte ante el débil. Ahora me dicen, y me hacen mucho daño al decírmelo, que judicialmente su memoria será olvidada. Soy consciente de que mi querido Fermín goza ya de una paz y visión que a nosotros nos es negada. No sabrá de hipocresía, de mezquindad, de miseria humana. Pero mis sentimientos de padre se niegan a aceptar que el asesino siga suelto. Quiero, tengo necesidad de una venganza justa que haga sentir toda su fuerza, rigor y justicia sobre el hombre que se ensañó en el angelical cuerpo de mi hijo. No es justo ni aceptable el oficio del Impotente Ministerio de Justicia. Existe una víctima y existe un asesino. Es necesario un acto de justicia».
Dos días después de escribir la carta, el mismo día en el que se cumplían quince meses del asesinato de su hijo, Fermín Villegas Martínez murió de un ataque al corazón. Le encontraron en el mismo paraje en el que había aparecido el cadáver del niño. Tirado en el suelo, junto a unos matorrales. Como encontraron el cuerpo de su hijo.
«Buscaba pistas. Siempre buscaba pistas. Desesperadamente», dijo un vecino.
Un comentario
Una triste historia. Mi primo i mi tío una familia rota i una época. Sin justicia