E.d.a. libros, 2010. 122 páginas.
Una buena cantidad de microrrelatos de los que dejo abundante muestra.
Bueno.
Nominalismo
Todos los hombres,
en el vertiginoso instante del coito,
son el mismo hombre.
(j. u borces)
En pleno éxtasis, se aprieta voraz contra él, lo encierra entre sus caderas, le clava las uñas ardientes en la espalda y grita de placer: ¡Faaabio!, ¡Armaaand!, ¡Céeesar!, ¡Cyriiil!, ¡Bruuuno!, ¡Ricaaardo!, ¡Feee-de!, ¡Erneeesto!, ¡Juuulio!, ¡Ahmeeed!, ¡Giovaaanni!, ¡Buuuba!, ¡Aaalex!, ¡Jean Baptiiiste!… todos los nombres, excepto el suyo.
Globolización
Se despertaron extraños.
Arrastrados todos por la misma especie de ñic-ñic aplacado, ruido elástico, como la pertinaz queja de un somier antiguo. Pensaron en abrir los ojos, en rascarse la cabeza: fue entonces cuando tocaron la goma.
Caminaron hacia los lavabos mientras trataban de aferrarse al sueño, a la mínima esperanza de que todavía estuviesen dormidos.
Colgados donde siempre, los espejos continuaban siendo cristal y azogue; sin embargo todas las cabezas se habían convertido en globos. Maldita globolización…, mascullaron al unísono. ¡Malditos hijos de la gran puta!, repitieron amargamente frente a sus reflejos hinchados por la ira.
Una hoja de afeitar brillaba sobre cada uno de los mármoles.
LOS SÍNDROMES DE ESTOCOLMO
Te puede pasar a ti. Perder el enlace con Londres y llegar a Tokio varias horas después de lo previsto. Con el tiempo justo para comer cualquier cosa deprisa y corriendo en un fast food del aeropuerto. Bajo una grulla origami. Rodeado de flores del loto. Frente al nieto adolescente de un antiguo «aliento de los dioses» que te mira tras el mostrador con tal desidia y gesto de gi-lipollas que haría revolverse en la tumba al propio ancestro. Si este estuviese muerto, claro. Si el mismísimo abuelo —inconcluso-frustrado kamikaze— no estuviera incomprensiblemente también allí, a tu lado, engullendo una Mega Mac que traba con firmeza entre el par de muñones mientras observa con cierto orgullo como el joven vastago consagra su giri al sueño americano del cuarto de libra con queso. Eso, te puede pasar a ti.
O dirigirte poco después hacia Chuo apremiado por la exacta urgencia de tu flamante Seiko Spring Drive, camino de una oficina con paredes de papel encerado donde junto a un par de tipos de expresión acartonada firmas el más importante acuerdo empresarial hasta la fecha en el sector asiático de la celulosa.
Te puede pasar a ti. Que ya de vuelta, en el lavabo de la terminal, suspires satisfecho por el trabajo bien realizado mientras alcanzas a tu espalda el rollo de papel higiénico: de triple hoja triple: patente propia de la marca, y que te vayas adecentando en mitad de la súbita complacencia que produce reconocer de pronto al hijo tan lejos, aunque algo abrumado también por la responsabilidad que supone -recuerdas a su vez- que tanta gente al otro lado del mundo confíe su higiene más íntima al papel de nueve capas que tu empresa fabrica… Todo eso, te puede pasar a ti.
Incluso que llegues a resentirte fugazmente del dichoso lumbago al ir a abrir la puerta de casa, que dejes la maleta en la entrada y abortes un «Cariño, ya he vuel…» en cuanto descubras incrédulo el pantalón y la camisa y los calzoncillos que no reconoces revueltos en un montón por el suelo.
0 que aún te queden arrestos para acercarte cabeceando hasta la cocina a coger una cerveza. 0 que enseguida regreses al salón y te desplomes sobre el sofá resignado a escucharla follar arriba, trágica banda sonora que pone fin a toda esta historia…
Te puede pasar a ti. Y seguro que yo estoy observándolo todo a cada momento desde el otro lado. Manteniendo siempre la íntima esperanza de que algún día, por fin alguien se decida y escriba algo que me pueda suceder a mí. Y me envíe de viaje a Japón. 0 a Cuenca. A cerrar un importante acuerdo empresarial o a colgarme de una casa colgante. Y me saque de esta cárcel de realidad, aunque sólo sea por unas cuantas páginas.
Dramas y caballeros
No. Los cabellos de la princesa no son como el oro. Ni resplandecen cual hebras de azafrán bajo el sol radiante. Más que al alabastro, su piel recuerda por contra a la cal antigua de un muro, deslustrada por las horas interminables que pasa dedicada a los fogones, envuelta eternamente en el grosero delantal.
No acostumbra a suspirar, la princesa. Y tampoco a entrecerrar los ojos desmayadamente -que no destacan enormes ni garzos, ni el fulgor que irradian sus pequeñas cuencas mientras maldice al despótico padre, en nada recuerda a ese azur inabarcable que el continuo encierro ha acabado por borrar incluso de su memoria. Todo eso fue antaño. Cuando aún se permitía soñar. Con bellos príncipes en brazos de quienes noche tras noche la vencía el arrullo imaginado de las olas, como el heraldo de otra vida que a la sazón comprendió con amargura que nunca le habría de llegar.
Es por eso que hoy no aflora ya sonrisa alguna de sus desvaídos labios, por más que en ocasiones advierta desde la cocina la inminente llegada de uno u otro apuesto caballero. Ni se dedica a vislumbrar, esperanzada, indicios de posibles acuerdos matrimoniales
donde apenas si exista obligada cortesía entre el gentilhombre y el mal padre. Ni se sorprende azorada por la proximidad de este o aquel joven de labios primorosos y dientes que son perlas… Ni tampoco se muere de pena, claro, cuando al final, como siempre, cualquiera de ellos le grita desde el otro lado de la barra tratando de sobreponer su propia voz al ruido de los extractores:
—¡Perdona… ¿Me pones un par de pollos?! -Y continúa-: De esos de ahí… De los de en medio, que parece que están un poco más doraditos. Y échales un poco de caldo por encima, que si no cuando llego a casa están resecos y la parienta me pega la bronca… Ponme también seis latas de cerveza, un bote grande de alioli y… ¡ah!, ya se me olvidaba, dos bolsas de patatas fritas.
TRASCENDENCIA DEL LEPIDÓPTERO
Apenas piense Gómez Yanes en limpiarse el culo -arrellanado sobre la taza de váter más septentrional de la provincia de Burgos—, de inmediato alguien cambiará de canal en Arlington, Texas. El tecnócrata que ocupa cómodamente su asiento bussiness class en el vuelo Estrasburgo-París-La Habana (fila derecha, ventanilla) hojeará entonces el diario por la página veintisiete, y con análoga inmediatez se disparará el precio del frijol colorado. Súbita apreciación de la legumbre a la que sucederá inminente la náusea de Miss Southern Beauty ’57, quien en su casa a las afueras de Arlington volverá a cambiar de canal asqueada por las imágenes del reciente campeonato cubano de resistencia comiendo arroz con frijoles. Todo mientras el tipo del avión sonríe paternalista ante las referencias, en un artículo de prensa, del llamado efecto mariposa. Ajeno a que cómo Gómez Yanes se quede sin papel es posible, e incluso probable, que su vuelo acabe trágicamente en mitad del océano.
Felicidad
Cierta noche, mientras observa desde el comedor cómo su marido friega los platos de la cena, de pronto debe admitir que existe asimismo la posibilidad de que su vida se quede ya para siempre anclada en ese extraño punto, a medio camino entre el amor y el ardor de estómago, en el que desde hace algún tiempo permanece sita su existencia.
Azorada por cierta angustia, entra a la cocina en busca de un antiácido. Alza los brazos por encima de su espalda tratando de alcanzar el armario, cuando él se da media vuelta y la besa desesperadamente.
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