En este país hemos dado la espalda a nuestra larga historia musulmana. La invasión y ocupación romana la integramos sin problema, pero los 800 años de conquista árabe parece que fueron un paréntesis que queremos olvidar.
Pero nuestro lenguaje está plagado de términos arábigos, tenemos monumentos únicos, como la mezquita de Córdoba y Toledo fue la capital de las tres culturas durante mucho tiempo. Si los árabes no hubieran recogido el testigo de los griegos, aumentándolo, el desarrollo cultural de Europa hubiera sido más lento.
De Córdoba es precisamente el autor de este libro, un tratado sobre el amor en treinta capítulos donde habla de muchas cosas, de la pasión al desengaño, acompañando la prosa con extractos de poemas escritos por él que van al caso. Acompañado de un prólogo extenso que nos sitúa al autor, que tuvo una vida de novela. Y un epílogo en forma de folleto con fotografías a color donde se vuelve a esbozar una biografía.
Según cuentan a veces se ha comparado con el libro de Buen Amor, y nada que ver. Más cercano me parece al arte de amar de Ovidio. Al fin y al cabo los dos vivieron en una civilización muy avanzada en su época, donde la gente de posibles tenía tiempo de disfrutar de los placeres de la vida.
Sigo buscando libros que me iluminen este apartado de la historia de España, y esta primera aproximación literaria me ha encantado. Hay pasajes verdaderamente deliciosos.
Muy recomendable.
Uno de los aspectos del amor es la unión amorosa, que constituye una sublime fortuna, un grado excelso, un alto escalón, un feliz augurio; más aún: la vida renovada, la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios. Si no fuese porque este mundo es una mansión pasajera, llena de congojas y sinsabores, y el paraíso, en cambio, la sede de la recompensa y el seguro de toda malaventura, todavía diríamos que la unión con el amado es la serenidad imperturbable, el gozo sin tacha que lo empañe ni tristeza que lo enturbie, la perfección de los deseos y el colmo de las esperanzas.
Yo, que he gustado los más diversos placeres y he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después de una larga expatriación, ni la seguridad después del temor y de la falta de todo refugio tienen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa, sobre todo si la han precedido largos desabrimientos y ásperos desdenes que han encendido la pasión, alimentado la llama del deseo y atizado la hoguera de la esperanza.
Hay quien dice que la duración de la unión amorosa acaba con el amor; pero es un parecer deleznable, pues tal cosa no sucede más que a las gentes inconsecuentes. Por el contrario, cuanta mayor es la unión entre los amantes, mayor es también su mutuo afecto.
De mí sé decirte que jamás he bebido del agua de la unión sin que se me acreciera la sed. Tal es la ley del que se medicina con su propio mal, aunque sienta en ello algún consuelo. He llegado en la posesión de la persona amada a los últimos límites, tras de los cuales ya no es posible que el hombre consiga más, y siempre me ha sabido a poco. Así he estado durante largo tiempo, sin sentir hastío ni experimentar tedio.
De mí he de contarte que he sido uno de quienes han sufrido esta prueba y sobre quienes ha caído de golpe tamaña desgracia. Nadie ha estado nunca tan perdido de amores ni ha sentido mayor pasión que la mía por una esclava que tuve en otros tiempos y que se llamaba Nu‘m. Era todo cuanto puede desearse; el colmo de la hermosura en lo corporal y en lo espiritual y muy condescendiente conmigo. Fui su primer amor y nos correspondíamos en afecto. Pero la Suerte me la quitó; el paso de las noches y de los días me la arrebató, y vino a ser la tercera con el polvo y las piedras de la sepultura. Cuando murió no había yo cumplido todavía veinte años y ella tenía menos aún. Siete meses después de perderla permanecí sin desnudarme de mis ropas y sin que se enjugasen mis ojos, a pesar de lo reacio que soy al llanto y del escaso caudal de mis lágrimas12. Aun ahora mismo, por Dios, que no la he olvidado. Si se admitiese rescate, la rescataría con todos mis bienes de fortuna, tanto hereditarios como adquiridos, y daría presto y con gusto los más preciosos miembros de mi cuerpo. Luego de perderla, ya no he hallado placer en la vida. Ni he olvidado su memoria ni he podido después tratar a otras. Mi amor por ella ha borrado todos los que le precedieron y ha hecho imposibles los siguientes.
He aquí lo que contó a Sulaymán: «—Jamás pienses bien, hijo mío, de ninguna mujer. Voy a contarte de mí algo que Dios Honrado y Poderoso sabe que es verdad. Luego de haber renunciado al mundo, tomé una vez el barco para volver de la peregrinación. Nos hallábamos en aquella nave hasta cinco mujeres, todas peregrinas, e íbamos cruzando el Mar Rojo. Entre los marineros del barco había uno muy gallardo, de buena planta, ancho de hombros y bien hecho. La noche primera lo vi que venía hacia una de mis compañeras y que le ponía en la mano su miembro, que era muy grueso. Ella, al punto, se le entregó. En las noches siguientes fue haciendo otro tanto con las demás. Cuando ya no quedaba sino una, que era yo, me dije para mis adentros: ‘—Ahora las pagarás todas juntas’, y, tomando una navaja, la empuñé en mi mano. Por la noche vino, según tenía por costumbre, y, cuando quiso hacer como otras veces, vio la navaja. Se asustó y se levantó para irse; pero, al momento, me enternecí y le dije, asiéndolo: ‘—No, no te irás, hasta que tome de ti lo que me corresponde.’ Entonces —concluyó la anciana— cumplió su cometido, de lo que pido perdón a Dios.»
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