El Autor convive en la oficina con gente muy diversa, capaces de entrenar a un recepcionista de hotel para ganar al pasapalabra, de enamorarse perdidamente en el supermercado o de resistirse a ser narrados. Conjunto de fragmentos de vidas unidos por un humor subterráneo y mucha humanidad.
Acabado el libro leo el texto de la contraportada e imagino el sufrimiento de quien quiera hacer un resumen al uso. Porque el autor, como en algunos libros de Ednodio Quintero, crea un tapiz de referencias que se entremezclan con la vida cotidiana de los protagonistas, que son muchos, y uno lee el libro asombrado, pero siempre con una sonrisa en la boca, porque aquí no hablamos de citas eruditas que quieren epatar, sino de contrapuntos que consiguen divertir.
Hacia la parte final del libro aparece una historia diferente, más oscura, igual que en el anterior libro del autor, y este quiebro no resulta extraño, sino que se lee con naturalidad. Después de los pequeños relatos de los oficinistas, una historia que une un país lejano y una situación traumática con la tranquilidad de un rincón perdido de La Rioja.
Una vez más tengo la suerte de encontrar buena literatura por casualidad, porque no encontrarán este libro reseñado en los suplementos al uso, pero hay más calidad aquí que en muchas otras obras que me han venido recomendadas por esos medios.
Es uno de los mejores libros que he leído este año. Sé que es complicado pedirlo en su librería más cercana con ese título que parece un trabalenguas, pero merece la pena.
Muy bueno.
Yo no escribo, yo solo corrijo, dijo aquel humoroso escritor. Tan Augusto él. Hay quien afirma también que más importante que escribir es podar, corregir, incluso entender la escritura como lo que no se ve, al menos en un principio, como una cimentación, un proyecto a largo plazo, una inversión sin intereses anuales. Entonces olvidemos el mapa literario plagado de eucaliptos y encomendémonos a los bambúes japoneses, a Tavares como pendón -nosotros sus cofrades-, escribiendo y dejando reposar lo escrito, macerando, fermentando en un cajón, siete años o los que sean menester, para luego sí, airear entonces lo escrito, podar, injertar y en el mejor de los casos que vea la luz pública y experimente su particular fotosíntesis.
Si tenía la intuición de que la literatura era un proceso orgánico, al Autor le asiste ahora la certeza.
No hay un solo día que en algún paso de cebra no haya algún conductor despistado, levantando una mano del volante, a modo de disculpa, al no haberle cedido el paso a tiempo. El está más atento y los deja hacer: que lo ignoren primero y se disculpen luego, pero el día que se despiste, asume que será mochado por un morlaco con ruedas, y no será la femoral, y dirá como el diestro:
Abra todo lo que tenga que abrir y lo demás está en sus manos.
Pero igual la diñará. Observa también que tras la muerte de Mariló, al igual que la vía del tren o la azotea de un edificio, el paso de peatones ejerce sobre él la atracción propia de la ruleta rusa, la bala, la silla eléctrica, el paso elevado, los somníferos o el coche capaz de finiquitarlo.
Nube negra disuelta cuando el centinela Stalin ladra: alegría, hambre, sueño, alergias, a saber (como hubiera sucedido con el bebé que nunca quiso concebir, al no estar dispuesto a renovar el milagro de la vida, ni el rito de la extinción), al sentir u olfatear su presencia en el portal, camino de las escaleras.
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