Las afueras, 2020. 104 páginas.
Tino es un preadolescente que visita a su madre, prácticamente desahuciada, en el hospital, es amigo de otra interna obsesionada con un locutor de radio, su padre malvive con un museo sobre los extraterrestres y descubre poco a poco la pulsión del deseo.
Historia de prosa seca y sentimientos subterráneos fascina por la creación de un protagonista del que apenas sabemos nada más allá de sus relaciones con su alrededor, pero cuya soledad nos duele.
Muy bueno.
Tino volvió a la casa y puso la mesa. A su papá no le gustaba que el televisor estuviera prendido mientras cenaban, así que lo apagó al entrar. Se sentó frente a su plato y siguió leyendo el libro que había traído con él.
Mirá, le dijo a Tino después de un rato. Mira, dijo y le señaló una foto en blanco y negro. Del grupo de Pietro Bontempolli, en Italia.
Tino observó la serie de fotografías. En el cielo, sobre una arboleda aparecía una mancha blanca. En la siguiente fotografía la mancha se desintegraba, ensanchándose, y su lomo se cubría de otra mancha, un poco más oscura. Enseguida la mancha se volvía negra y solo un breve destello de luz blanca llamaba la atención, en su base. En las últimas fotos de la serie el destello se prolongaba hacia abajo, hasta llegar a la tierra.
¿Ves cómo la nave luminosa, al cambiársele la frecuencia vibratoria, se vuelve metálica?, dijo el papá de Tino. Recién entonces la nave empieza a irradiar hacia tierra un tubo energético. ¿Lo ves?
Tino asintió mientras masticaba.
Maravilloso, ¿no?, dijo el papá de Tino y volvió a enfrascarse en el libro.
Tino se levantó y prendió el televisor, pero bajó el volumen al mínimo. Pasaban una película de karatekas.
¿Savora no hay?, preguntó su papá.
No, contestó Tino.
Terminaron de comer en silencio. Tino miraba la televisión, su papá leía y tomaba notas en los márgenes del libro. Tino levantó la mesa y se fue a acostar. Los platos usualmente quedaban en la pileta durante un par de días, hasta que, alguna mañana, mientras Tino estaba en la escuela, su papá los lavaba y los acomodaba de nuevo en las alacenas. Tino apagó el velador enseguida. Por la ventana abierta se veía el borde de las sierras. En el museo, el escritorio seguía iluminado. Su papá había vuelto a bajar. Solía acostarse muy tarde, de madrugada. Se pasaba las noches fumando en un viejo sillón que instalaba en medio de la playa de estacionamiento. Sobre uno de los apoya-brazos había pegado, con cinta de embalar, una radio a pilas que escuchaba con el volumen bien bajo. De tanto en tanto miraba con un largavistas hacia las sierras. En el regazo sostenía una cámara de fotos. Esperaba algún avistaje no programado.
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