Leila Guerriero. Teoría de la gravedad.

abril 27, 2023

Leila Guerriero, Teoría de la gravedad
Libros del asteroide, 2019. 2020. 208 páginas.

Recopilación de columnas de la autora, generalmente centradas en sí misma, con pequeñas narraciones que devienen mucho más que simplemente periodismo, que nos hablan de relaciones, nostalgias, miedos, traumas, alegría y muerte.

Conocía a la autora porque tiene una breve sección en un podcast que suelo escuchar. Ya me había fascinado porque en apenas cinco minutos me transportaba a otro sitio. Uno escucha podcast para entretenerse, para pasar el rato mientras friega los platos o va al supermercado. No los escuchas para que infecten tus pasos de nostalgia o para que te empujen al abismo sin miramientos. Cuando, al escuchar uno de ellos, volví a ponerlo desde el principio, y otra vez, y otra vez de nuevo, para acabar arrasado por las lágrimas en todas las ocasiones pensé que ya era tiempo de buscar sus textos.

Aquí me encontrado lo mismo pero concentrado. Cometí el error de leerlo en el metro, y no podía retener el llanto, y en vez de parar, cerrar el libro y esperar a un momento más íntimo, seguía leyendo los textos con ánimo de drogadicto. Ebrio de tristeza y adrenalina. Leila es una estafadora; nos promete columnas pero no se dejen engañar. Es poesía disfrazada, es literatura, que aparece donde menos se la espera, brillante y luminosa.

Pese a las lágrimas, me sirvió de refugio. Lo lei en un momento delicado emocional y materialmente hablando, y me enseñó que, cuando caemos, no estamos solos. Que lo más importante en la vida es encontrar esos libros que nos salvan la vida, que existe la posibilidad de ser feliz aunque solo sea por cinco minutos, que es lo máximo que puede durar. Leyendo estas bombas de relojería disfrazadas de columnas me sentí frágil, me sentí fuerte, me sentí asustado, me sentí poderoso, me sentí herido, me sentí invencible.

Imprescindible.

Mamita
Mi madre como mami, te quiero. Mi madre como mami, sos lo más lindo del mundo. Mi madre como feliz día, mami. Mi madre como por favor, mami, basta, no me grites más. Mi madre como no ves, tarado, que no servís para nada. Mi madre como mi chiquito, pobre, siempre tan tonto. Mi madre como sos una inútil, te dije que trajeras leche entera, no descremada, ahora vas y la devolvés y no llores porque encima te vas a ligar una cachetada. Mi madre como calíate, mariquita. Mi madre como tengo cosas más importantes que hacer que ocuparme de tus pavadas. Mi madre como sos un fracaso. Mi madre como si no tenés zapatos es por culpa del hijo de perra de tu padre, que no me pasa plata. Mi madre como qué papelón que hiciste en el acto del colegio cuando te olvidaste la letra, que sea la última vez que me hacés eso, ¿oíste? Mi madre como un hijo mío no se mea en la cama. Mi madre como una hija mía no sale así a la calle. Mi madre como qué carajo te hiciste en el pelo, ridicula. Mi madre como calíate, infeliz, siempre hablando estupideces. Mi madre como no servís para nada. Mi madre como no sé para qué te parí. Mi madre
como soy tu madre y sos mío, mía, de mí, para mí, por mí, mi pequeño juguete de carne, mi insecto, mi muñón, mi pedazo de nada. Leí un poema de Louise Glück — «desde el principio, / desde niña, creí / que el dolor quería decir / que no me amaban. / Que amaba, quería decir»—, y me pregunté con cuánta vida se pagan esos golpes que no dejan marca ni los huesos rotos. Cuánto habría que vivir —y cuánto coraje sería necesario— para entender que lo que más amamos, y lo que más nos ama, es, también, lo que mejor nos aniquila.


Quieta
He pensado a menudo en esta escena; un atardecer de cuando yo empezaba a ser adolescente y estaba en mi dormitorio apenada por, supongo, algún novio, mi padre entró, se sentó a mi lado y me dijo que todo lo que tenía que hacer para dejar de estar triste era pensar, una por una, en todas las escenas que me habían provocado esa tristeza. Que repasara el dolor, una y otra vez, hasta gastarlo: «Hasta que, cuando pienses en eso, ya no te produzca nada», dijo. Después se levantó y se fue. ¿Pudo haberme aniquilado? Pudo. Me dio, en cambio, templanza y voluntad de sobreviviente. Hay un poema, llamado «Desiderata», del poeta chileno Claudio Bertoni, que dice: «Piensas que despertar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que dormir te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el desayuno te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el pensamiento te va a aliviar / y no te alivia / piensas que hacer un trámite te va a aliviar / y no te alivia / […] / piensas que el sol te va a aliviar / y no te alivia / piensas que llover te va a aliviar / y no te alivia / piensas que conversar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que oír las noticias te va a aliviar / y no te alivia / […] / piensas que el tiempo te va a aliviar / y no te alivia». El dolor es el dios que a menudo nos convoca. Cuando toca caminar en medio de un valle de sombra de muerte, cuando no está claro qué parte de mí soy yo o el monstruo que me habita, sé —lo sé— que nada alivia. Ni despertar ni dormir ni tomar desayuno ni pensar ni hacer un trámite ni el sol ni la lluvia ni hablar ni quedarse muda. Así que, cuando nada salva, en ese lugar donde siempre estoy sola y son las tres de la mañana, no busco alivio. Tan sólo recuerdo aquella tarde y hago lo que dijo mi padre: contemplo al enemigo y me quedo quieta. Después, como todo el mundo, sobrevivo.


Me dejé enardecer, detenida en mi aleph de éxtasis, y el chico cantó esa canción una, dos, tres veces, sin dejar de jugar, sin levantar la vista, mientras yo, con la espalda contra la pared, me sentía cruda y poderosa, contemplando la vida de los muertos y la muerte de los vivos y viendo abrirse, ante mí, las puertas del entendimiento. ¿Si hablé con él, si me preocupa su destino? Qué preguntas tan obvias. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de aquel pasaje de William B. Yeats: «tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendito y pude bendecir». Tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendita y pude bendecir. Y eso duró cinco minutos que, como todo el mundo sabe, es lo que dura la felicidad.


Leo: «Nunca pasa nada. ¿Y qué podría pasar? Es como si hubiera estado todo el mes de julio bajo el agua. Sentado en el patio frente a una mesita baja, el sentimiento de siempre: las grandes luchas por venir […] Mantengo en secreto por ahora mi decisión de convertirme en un escritor». Leo: «Lo difícil no es perder algo, sino elegir el momento de la pérdida». Voy y vengo por la ciudad con el diario de Piglia bajo el brazo como quien se aferra a una gota de luz detrás de un vidrio oscuro. Ayer me llamaron de una radio, me preguntaron para qué sirven los libros. Debo haber respondido alguna estupidez. Lo que debí haber dicho es que los libros sirven para una sola cosa: para salvarnos la vida.

2 comentarios

  • Francisco abril 27, 2023en7:23 am

    Ya lo estoy leyendo, y sí, es muy, muy bueno.

    «Leyendo estas bombas de relojería disfrazadas de columnas»

    Es una buena definición.

    Saludos,
    Francisco

  • Palimp mayo 8, 2023en4:21 pm

    A mí me pareció genial

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