Sudamericana, 2001. 240 páginas.
Parece que Froylán Gómez, escritor, murió tras el paso de un huracán. Pero unos papeles descubiertos por su mujer le abren otras posibilidades. Estos papeles, en mano del autor, David Toscana, conforman el libro que tenemos entre manos, donde el diario de Froylán se mezcla con los recuerdos de un anciano al que le está escribiendo la biografía.
Las diferentes tramas se entrelazan muy bien, el retrato de ese pueblo donde la estación va a provocar un cambio radical, mientras el anciano recuerda sus años de juventud y cómo su amor por una chica le llevan a recorrer un camino lleno de asperezas. En general me ha gustado todo salvo, precisamente, el leit motiv amoroso que se contagia al cronista-biógrafo.
El resto de personajes y tramas muy bien dibujados y creíbles. Aquí otra reseña mejor: Estación Tula.
Recomendable.
Don Alejo salió a buscar al doctor Izunza cuando Buenaventura dijo:
—Dios mío, esto es mucho para mí.
Estuvo golpeando largamente la puerta, calculando la fuerza para que el ruido sólo despertara a los habitantes de esa casa y no al resto de los vecinos. Ante la idea del sufrimiento de Fernanda, fue aumentando la intensidad de los golpes hasta convertirlos en una franca agresión.
—¡No insistas, desgraciado, no te voy a abrir! —se oyó un grito de mujer.
—Abrame, señora —exigió don Alejo—, es una emergencia.
Se descorrió el cerrojo y apareció la mujer.
—Disculpe, yo pensé que era mi marido.
—O sea que no está.
—Hace rato vino borracho y lo eché. Es que tomado se pone muy pesado y…
Don Alejo la dejó hablando sola. No estaba para conflictos de matrimonio cuando tenía una hija gimiendo de dolor y en manos de una sirvienta que decía «es mucho para mí». Se culpaba a sí mismo por haber esperado hasta el final, por no haber buscado al doctor Izunza desde los primeros dolores. Tal vez lo hubiera encontrado en su casa, en el casino o en la cantina, con apenas una copa. O lo pudo buscar desde semanas antes, cuando fue obvio que el vientre de Fernanda se había hinchado muy por encima de lo normal; o desde el día en que Buenaventura dijo «el niño está de patas» y ni con las bebidas de hierbas ni con los esfuerzos de una sobera que estuvo duro y dale por muchas horas pudieron ponerlo de cabeza; o desde el domingo en que a media misa Fernanda se puso a gritar «traigo el demonio dentro», y como ni el movimiento en cruz de las manos del padre ni el chistar de la gente la silenciaron, hubo necesiidad de que cuatro hombres la cargaran a su casa.
Recorrió el pueblo en busca de una sombra ebria y tam-Iuleante. Caminó por las calles e inspeccionó cada rincón, en parte porque sentía su deber agotar todas las posibilidades, rn parte por la cobardía de volver a su casa y escuchar los gritos parturientes. Al pasar por el casino, se acercó a un bulto que divisó sobre la escalinata.
—Imbécil —dijo, y con una patada hizo rodar al doctor Izunza hasta la calle.
Lo puso en pie y lo hizo caminar con débiles empujones.
I /.unza no protestaba, permitía que lo llevaran como en un pastoreo.
En el trayecto don Alejo se preguntaba para qué acarrear a ese hombre hacia Fernanda, y pensaba en desviar su ruta, irse al río y ahí aventarlo al agua para calmarse el coraje y darle una buena excusa a la impotencia. Pero no quiso volver a su casa con las manos vacías. Lo llevó hasta la puerta y lo obligó a subir las escaleras.
A unos pasos de la recámara de su hija escuchó el llanto áspero de un recién nacido, el llanto refrenado de doña Esperanza y el llanto roto, deshecho, de Buenaventura.
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