Nocturna, 2011. 254 páginas.
Tit. or. My Sainted Aunts. Trad. Marta Torres Llopis.
Incluye los siguientes cuentos:
El Yatra a Londres de Mayadevi
Desembarco en Bishtupur
Las tías y sus dolencias
Una novia niña
Las primeras vacaciones de R. C
A Simia en tonga
Las pruebas de una tía alta
La vida en un palacio
Llenos de humor y ternura, más de una vez me han arrancado una carcajada y que retratan una época diferente que me ha traído ecos de esa España rural que está desapareciendo. También una crítica al machismo imperante que obligaba a la mujer a ser un apéndice del marido, pero también como algunas matrones se empoderaban y llegaban a imponer su ley.
Me ha gustado mucho. Muy recomendable.
Conque se adueñó de una vieja cartilla de inglés ~uv gastada, que había pertenecido a uno de sus nietos, y cada mañana, después de finalizar su puja, guardar su Gita cuidadosamente y repartir los caramelos bendecidos, se sentaba a estudiar ese viejo libro manchado de mermelada. La casa, habitualmente tranquila y silenciosa por las mañanas, ahora se llenaba de los extraños recitados de Ma-■ adevi de la cartilla de inglés. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas y meciéndose adelante y atrás, leía cada renglón una y otra vez con un sonsonete musical, como si estuviera salmodiando un versículo sagrado. Entonces, de pronto, se interrumpía y se hacía preguntas.
—¿Ha traído Jack el cubo? —se interrogaba con tono acusador; y respondía a continuación—: No; el cubo lo ha traído Jane.
De vez en cuando se levantaba, se ajustaba las lentes y daba un corto paseo por la habitación, sosteniendo el libro cerrado contra su pecho, como había visto hacer a su nieto cuando memorizaba un texto.
Los criados no se atrevían a acercarse a la zona de estudio, pero la observaban con inquietud desde la puerta de la cocina. Estaban convencidos de que estudiaba inglés para aterrorizarlos más eficazmente.
—A su edad debería leer el Gita nada más, no andar repitiendo jack-jack-jack como un loro —decían cuando estaban a salvo en las dependencias de la servidumbre.
«De cu’ántas enfermedades podríamos tener conocimiento ahora», pensó con pesar. Como para recuperar el tiempo perdido, le dirigió una amplia sonrisa y declaró:
—Yo tengo la tensión alta. Mis dos hermanas tienen diabetes. Mi marido murió de un fallo cardíaco; también tenía gota.
Meera, aburrida ya del invariable paisaje, prestaba toda su atención a la conversación y se sentía culpable por no tener nada con que contribuir a ese imponente catálogo de dolencias de su familia.
Dio la impresión de que Boromashi le había leído el pensamiento, porque dijo:
—Esta niña nació al revés. Su madre, mi hermana más joven, estuvo a punto de morir mientras daba a luz.
—La mujer de mi hijo también tuvo un parto muy difícil —replicó la cuarta dama—, pero nada comparado con lo que yo pasé cuando nació mi hijo. Verá usted, tengo una digestión muy delicada, así que vomitaba sin parar y me quedé tan delgada y amarilla como ese bastón —y señaló la preciada posesión de Boromashi apoyada contra la puerta.
Meera, que nunca se habría imaginado a esa señora alegre y re-gordeta como el»bastón de Boromashi, habló por primera vez con voz apurada y apenas audible:
—Vamos al funeral de la sobrina de mi abuela. Ha muerto.
—¿De qué ha muerto? —preguntó la cuarta dama, abriendo una gran caja de caramelos y ofreciéndoles a las demás. Todas cogieron
uno tras cierta resistencia cortés, y mientras comían, masticando y tragando con evidente fruición, dijo la tía mediana:
—No sabemos qué se la llevó finalmente a los noventa y dos años. Debió de ser alguna enfermedad misteriosa. Ya sabe cómo son estos doctores de hoy en día. Cuando no consiguen averiguar la causa de la muerte dicen que ha sido la vejez.
La cuarta dama estuvo a punto de asentir, pero se contuvo: no podía traicionar la profesión de su difunto marido.
—Espero que no fuera una enfermedad terrible. No les gusta decirlo por no infligir más dolor a la familia —repuso, cambiando de rumbo pero abundando en el mismo tema fascinante de la mala salud y las enfermedades.
—Si hubiera sido algo importante, lo habríamos sabido —observó la tía más joven. Se estiró y sacó un pequeño portaviandas. Abrió la tapa y se lo ofreció a la viuda del médico—. Nosotras no’ compramos dulces en las tiendas. Los hago yo en casa —dijo mientras la cuarta dama cogía un suave y aromático barfi de coco. La puntada dio en el blanco, pero, dado que ya no había animosidad en el aire, no hizo sangre, sólo igualó la puntuación.
El tren se atascaba y se paraba durante horas sin motivo aparente en apeaderos desconocidos en los que no subían ni bajaban pasajeros, y luego arrancaba de nuevo fatigosamente con un resoplido y una sacudida. Las tías, tras declarar una tregua a toda prisa, habían convertido ya a la viuda del médico en su amiga íntima. Se interesa-
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