Alianza editorial, 2010. 252 páginas.
Las noches en Alburquerque, un paisaje tan desolado como los personajes que lo pueblan, gente sin rumbo de bar en bar buscando algo que no existe.
Me pareció una mala copia de Bolaño y no dejó ningún poso en mi memoria. Hasta el punto que pasado un tiempo leí otro libro de la autora porque lo había olvidado y tampoco me gustó. Pero éste en concreto de los que menos. La noche sucks, sucks.
No me ha gustado.
Allí nacían los raíles por los que había circulado un día el Oíd Sant Fe Trail, el primer tren de Norteamérica, el que atravesó los ondulados valles de Colorado y las amarillas llanuras de la Navajo Nation y los pedregosos ríos trucheros de Taos y el Embudo. Y me quedaba, sentada en un banco, cerca de un vagabundo chileno muy lúcido que también se sentía expulsado del mundo. Decía haber conocido a Von Archimboldi y me hablaba mucho de la belleza de la abundancia y de cómo belleza y abundancia son a veces la misma cosa.
En la oficina, sólo pensaba en escapar; en los bares, garabateaba croquis de estaciones fantasmales. Empecé a pasear en compañía de un cocinero sin trabajo con gorra, de un indio grande de cuellos anticuados. El mundo es esto, me decían. El resto no existe. Todo lo que has dejado atrás se lo comieron las termitas, se cayó por el desagüe. Mira a tu alrededor, aquí tenemos los tacos-pastor y el lotv riding, y los sombrerudos cantan corridos bajo el puente de la calle Gold.
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