La autora tuvo la desgracia de sufrir un cáncer de mama. Al entrar en grupos de apoyo se sorprendió por el ambiente festivo y la obligatoriedad de tener siempre el ánimo arriba y evitar pensamientos negativos. No criticaba el hecho de intentar llevar el problema lo mejor posible, pero sí la sensación de que más que tener una enfermedad, les había tocado un premio. Algunos ejemplos:
Ese buen humor de la cultura del cáncer de mama no se queda solo en evitar la rabia, sino que llega muchas veces a parecer una verdadera bienvenida a la enfermedad. En el foro de Bosom Buds [amigas de regazo], Mary contaba: «Creo de verdad que ahora soy una persona mucho más sensible y más considerada. Puede sonar raro, pero yo antes estaba siempre preocupada, y ahora ya no gasto energías en agobiarme. Disfruto de la vida mucho más, y en muchos aspectos ahora soy más feliz». Y esto decía Andee: «Este ha sido el año más duro de mi vida, pero en muchos aspectos también ha sido el más gratificante. Me he librado de muchos pesos, he hecho las paces con mi familia, he conocido a gente maravillosa, he aprendido a cuidar de mi cuerpo como se merece para que él me cuide a mí igual, y he reorganizado las prioridades de mi vida». El Washington Post citaba estas palabras de una mujer llamada Cindy Cherry: «Si pudiera volver a empezar, ¿tendría cáncer de mama? Sin duda. Ya no soy la misma persona que antes, y menos mal. Ya no me importa el dinero. Con esto he sido consciente de quiénes son las personas más valiosas de mi vida. Ahora lo que importa son tus amigos y tu familia».
Pero la cosa va más allá: se afirma, sin ningún tipo de prueba o estudio, que los pensamientos positivos pueden curar todo tipo de dolencias, incluso el cáncer. Se podría objetar que aunque no tenga eficacia no pasa nada por tener esperanza ¿verdad? Pero esto tiene un lado tenebroso, y es que si no te curas la culpa es tuya, por no tener la actitud correcta, y sí que hay estudios que demuestran que es un estrés añadido al paciente.
Pero el pensamiento positivo no se queda ahí. Hoy en día lo tenemos en todos los sitios: en el ambiente laboral, en el personal, en el económico… La cosa no es nueva, el libro Cómo ganar amigos e influir sobre las personas escrito en el 36 ya ponía la sonrisa y el ser positivo en el centro del camino al éxito y Piense y Hágase Rico de Napoleón Hill es del 37. En esta última se instaura el mantra tantas veces repetido hasta nuestros días de que si pensamos en que vamos a ganar dinero, acabaremos ganándolo:
Hill le aseguraba al lector que «no le iba a costar demasiado» dar los pasos necesarios para conseguir que sus pensamientos se transformaran en realidad, pero que si se saltaba uno solo de esos pasos «¡fracasará!». El método, muy resumido, consistía en escribir una declaración, en la que consignaba la cifra exacta de dinero que la persona quería recibir y la fecha en que debía llegarle, y esa declaración debía leerla «en voz alta dos veces al día, una justo antes de irse a la cama y otra nada más despertar». Si uno seguía esta pauta de forma estricta, sería capaz de manipular la «mente subconsciente», que es como llamaba Hill a la parte del yo interno en la que había que trabajar, consiguiendo generar en ella una «agitación cargada de DESEO de dinero».
Pero ¿realmente funciona? Este tipo de técnicas no se diferencian mucho del pensamiento mágico, de los trucos de los chamanes, de lo que se conoce como magia simpática. No hay ninguna evidencia que este tipo de pensamientos nos conduzcan al éxito y, como en el caso anterior, se corre el riesgo de que si no conseguimos los objetivos no culpemos a circunstancias externas sino a nosotros mismos.
La cosa es todavía peor en el caso de los negocios. Por partida doble En primer lugar por la cantidad de cháchara que ha calado en los equipos directivos y que ha llevado a situaciones francamente ridículas. La autora va más allá al afirmar (exageradamente, en mi opinión) que la crisis económica de 2007 tiene su origen en este tipo de confianza autoinducida:
El presidente de antes había ido escalando desde los puestos inferiores de la compañía, dominando las facetas del negocio una por una, hasta llegar a lo más alto; al de ahora probablemente lo habían contratado por su fama en el mundillo, aunque proviniera de un tipo de negocio totalmente distinto. Khurana describe así la transformación: «La imagen del presidente de la empresa ya no era la de un gran gestor, sino la de un líder —un líder capaz de motivar, exuberante—, muy similar de hecho a la de un orador motivacional»
Pero quién lo llevan peor son los empleados. Sometidos a unos recortes de derechos, a la reestructuración de las empresas, a los despidos masivos, se les inculcó la idea de que una crisis es una oportunidad (les suena) y que su destino no dependía de las malas decisiones de los directivos de las empresas, o de la búsqueda de beneficios por encima de todo. Su destino estaba en sus manos puesto que con un espíritu positivo uno puede llegar a dónde quiera. Si no llegas, la culpa es tuya.
Pese a estar emparentado con la magia y no haber ningún estudio que demuestre que funcione, en la actualidad nadie está en contra del pensamiento positivo:
Y qué podemos ser si no somos positivos? «Yo creo en el poder del pensamiento positivo», decía recientemente Ben Bradlee, veterano editor de prensa. «Es que, la verdad, no conozco otra forma de vivir».[1] Llevamos tanto tiempo oyendo himnos a la alegría, que ser positivo no solo parece lo normal, sino lo normativo: es lo que uno tiene que ser. Cerca de mi casa hay un lugar que se llama «La pizzería positiva», supongo que para distinguirse de los muchos restaurantes italianos sombríos y negativos que debe de haber por ahí. Un ejecutivo del área de los recursos humanos, con muchos años de experiencia, se quedó tan sorprendido por mis preguntas sobre el optimismo en los centros de trabajo que al final se atrevió a preguntarme, dudando: «Pero ser positivo… ¿no era bueno?». Y el hombre tenía razón: hemos llegado a usar los términos «positivo» y «bueno» casi como sinónimos. Dentro de la ética que nos rodea, solo hay dos opciones: o ves el lado bueno de las cosas y te pasas el día controlando tu actitud y revisando tus percepciones… o te vas al lado oscuro.
Hasta el punto de que si no lo eres, corres el riesgo de que te despidan:
Trabajé allí durante casi un mes, y un día mi jefe me metió en un despachito y me dijo que «claramente, yo no era feliz allí». La verdad es que siempre estaba muerta de sueño porque tenía otros cinco trabajos a la vez para pagarme el seguro médico (trescientos dólares al mes) y el préstamo personal que pedí para ir a la universidad (cuatrocientos diez al mes), pero no recuerdo haberle dicho a nadie otra cosa que «estoy muy contenta con este trabajo». Además, nadie me había dicho que hubiera que ser feliz para trabajar en un centro de atención telefónica. Tengo una amiga que trabaja en eso y me dice que [fingir felicidad] es como dejarte meter mano mientras te sientes morir por dentro.
Para resumir, optimismo sí, pero pegados a la realidad:
Un realismo vigilante no nos va a impedir buscar la felicidad; de hecho, es justo eso lo que nos va a permitir. ¿Cómo pretendemos mejorar nuestra situación si no valoramos bien las circunstancias en que nos hallamos? El pensamiento positivo trata de convencernos de que tales factores externos son puras incidencias, y que lo que cuenta es el propio estado interno, nuestra actitud y nuestro ánimo. Hemos visto que los «entrenadores» y los gurús minimizan los problemas de la vida real, que según ellos son meras «excusas» ante el fracaso, y que los psicólogos positivos tienden a minimizar la C, las circunstancias, en su ecuación de la felicidad. Y es cierto que hay factores subjetivos, como la fuerza de voluntad, que resultan básicos para la supervivencia, y que hay individuos que en ocasiones salen triunfantes de una situación de pesadilla. Pero la mente no domina automáticamente la materia y, si pasamos por alto el papel que juegan las malas circunstancias —o, peor aún, si creemos que esas circunstancia son consecuencia de nuestros propios pensamientos—, corremos el riesgo de caer en la penosa desfachatez que exhibió Rhonda Byrne, la autora de El Secreto, cuando, tras el tsunami de 2006, sostuvo que esos desastres, según la ley de la atracción, les suceden a quienes «están en la misma frecuencia que el evento»
Muy recomendable.
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