Llegué a este libro a través de la entrevista al autor en el programa A fondo muy bien reeditado ahora por EDITRAMA en youtube. Me pareció una persona inteligente salvando algún detalle racista de su discurso.
Hace una descripción de la noche barcelonesa de la época (está escrito en 1948) y es curioso ver cómo eran las terrazas, los locales de alterne, las tonadilleras, las fiestas populares. Un poco de arqueología de la juerga nocturna.
Pero para el lector de ahora poco hay que rascar. La prosa del autor no es de las que atraviesan el tiempo y los hechos que narran hace tiempo dejaron de existir, así que aunque es curioso, no es muy recomendable. Si lo comparo con las crónicas de Irene Polo que leí hace poco la diferencia es enorme.
Se deja leer.
Y, como intermediario, demostraba unas condiciones que ningún otro ha repetido. Y no será porque no haya tenido imitadores, como todas las cosas buenas. Sabía entender, como nadie también, en qué consiste ese contacto directo que se establece entre el público y el artista y cómo hacer reír, con las cosquillas de sus palabras, hasta a las gentes más reacias a hacerlo.
En sus temporadas con Blanca Negri ya tenía bien ganada su popularidad. El pase a las revistas madrileñas, que no era lo suyo, aunque en ellas triunfara y tuviera más medios y más recursos que ningún otro, le desplazó a otro género por una indigencia completa de mejores escenarios. Ultimamente, parecía que no hallaba lugar para condimentar su mejor salsa. En el Bolero, por ejemplo, pasó sin pena aunque con cierta gloria. Pero los habituales andaban demasiado preocupados por lo que tomaban las señoritas para darse cuenta exacta de toda la gracia de Alady, millonario de ocurrencias. Y he aquí que el ingreso a la revista sin argumento, o sea, la tradicional, ha servido para dos cosas: primera, para volver por sus fueros y mostrar el punto más sabroso de madurez de su gracia infinita; y luego, hacer posible que obras, con limitadísimas pretensiones, llegaran a centenarias conducidas por la diestra mano de Alady.
Los éxitos recientes del Cómico se le deben a él exclusivamente. Yo no sé lo que el productor Joaquín Gasa, que ha tenido el acierto de devolver a Alady a su verdadero puesto, le paga por noche. Pero todo lo que gane es poco. Es suyo el éxito y suyo el principal esfuerzo. Nadie como Alady conoce al público tan al dedillo. Los casos de «Taxi, al Cómico» o «Gran Clipper» son esfuerzos inauditos que se le piden a los intérpretes para que, por ellos solos, lleven a buen término esas revistas, que sin ellos no se hubiesen resistido y que por ellos fue incluso la primera, la más divertida de las noches barcelonesas. El éxito interpretativo ha sido completo, apoteótico, como dicen en «La Vanguardia». La sensualidad felina de Gema del Río, la simpatía de Maruja Tamayo, la belleza de porcelana de la bailarina Mercedes Mozart, la voz microfónica de Riña Celi, han hecho posible el milagro. Porque es puro milagro. Y sobre todo, el de Alady, taumaturgo impagable de esas obras, con sus recursos infinitos.
Él ha vuelto a las tablas mejor que nunca. Sus frases barcelonesas, ese inimitable chapurreado castellano catalán, la inaudita seguridad en
sí mismo y ese darse por entero, han hecho posible que las revistas se elevaran por su considerable esfuerzo. Nadie como él para saber el punto exacto de la gracia, gruesa si se quiere, pero inevitable; nadie capaz de entretener al público sin que éste se canse. Y de darle lo que más quiere: la mezcla del habla popular que, por un extraño misterio, también tiene su enorme poesía. La poesía misma de las calles barcelonesas, de los tipos que tanto queremos, de nosotros que vivimos en alegre comunidad con ellos; y también la algarabía de sus aceras, de las gentes que van y vienen y viven su momento y luego se van en coche a Casa Antúnez a descansar.
Y éste es el gran secreto de Alady y lo mucho que le debemos. La gracia popular de la época se pronuncia, exacta, matemática, por su boca. Ningún historiador de la ciudad sabrá el día de mañana en qué consiste la gracia del habla viva, desgarrada, de nuestro tiempo como la sabe Alady. El conoce, como sólo los barceloneses conocemos, la ligereza, amable, poca solta si se quiere, de nuestro pueblo, pero que también, no sabemos por qué, logra ponernos un momento melancólicos cuando pensamos que un día abandonaremos la ciudad para siempre y tal vez en el mismísimo cielo no nos puedan dar otra como ésta con sus noches que hemos querido tanto.
Y ese tono, ese inmenso clamor de la calle, habla por boca de Alady. Es la listeza, la réplica aguda, el decir dicharachero, la viveza en el desplante, el colmo de saber sacar partido a la vida esta que se nos va de entre los dedos y que da con él su último rayo de luna arrabalero. Nada más que del nocturno barcelonés. Nada menos que del nocturno barcelonés.
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