Fernanda García Lao. Nación vacuna.

diciembre 30, 2021

Fernanda García Lao, Nación vacuna
Candaya, 2020. 142 páginas.

En un universo en el que Argentina ha ganado la guerra de las Malvinas, pero a costa de que un virus terrible azote esas islas, se crea un extraño comité para seleccionar a unas mujeres que, convenientemente vacunadas, hagan renacer la vida en ese territorio.

De aires inconfundiblemente kafkianos asistimos a los sinsabores de un funcionario de medio pelo, que está ahí por recomendación, y que arrastra una cantidad considerable de traumas. Pocas cosas tienen sentido en una serie de acontecimientos asfixiantes.

Personalmente me ha dejado frío. Bien por el ambiente y bien por la escritura, pero no me ha interesado nada de lo que se cuenta, ni siquiera -o a causa de- estar trufado de abundantes escenas de sexo. Es corto y se me ha hecho largo.

Se deja leer.


Arrastro a Erizo hasta el archivador y la manoseo toda. Nos chupamos en silencio. Erizo se pliega. Me hago púa entre sus piernas. En lugar de ir al vacunatorio, me lleva a su habitación. No sé si son las cápsulas, pero algo en mi sistema nervioso se ha desbocado. La tiro sobre la cama. Tiene las tetas perfectas. Mordisqueo un poco a ver hasta dónde. Ella se contorsiona y me imita. Desgasta mis tetillas, les saca punta. Nos hurgamos como desquiciados sin cuerda. Doblada en dos me chupetea y siento ganas de gritar. Me sale la voz como una espina que se clava en su boca. Mi orgasmo se queda entre sus cuerdas, ella se traga mi desesperación mientras suelta la suya. Acaba como si se vaciara, se queda hueca. Quedamos tirados sobre el colchón, la luz prendida, los pulmones a medias. Respiramos a destiempo con los ojos cerrados. La felicidad podría ser esto.
Entonces siento que hay alguien más en la habitación. Un par de ojos junto a la cama, un leve hálito que se sube al silencio como una corchea discordante. Me pongo los anteojos. Levanto la cabeza. Nuestras pupilas se encuentran. Una chinchilla gorda como un conejo gris, me observa. Sin jaula. Está sentada sobre una banqueta. Efecto secundario de la vacunada que tragué, con toda seguridad. Le digo a Erizo que ahora sí voy a tener que ir al consultorio porque veo una chinchilla y creo que algo me cayó mal en el almuerzo. Ella me contesta
que es su mascota, Seiko. Que se la regaló Planes para burlarse de ella. Que la chinchilla es como un erizo antes de las púas. Y que se llama así porque siempre llega tarde. Soy un reloj al revés, dice. Le pregunto si se cogió a Planes. No me contesta. Se ríe hasta que me subo los pantalones. No soy virgen, Cifuentes. Como podrás imaginar, tengo más de treinta. Chasqueo lá lengua para decir que no me importa, sin gastar saliva. Me siento incómodo como la primera vez. Erizo es difícil, pero en el deseo nos entendemos. No me molesta entrar en la misma cavidad donde anidó Planes. Pero siento un asco tímido en la pija. Aun así, vuelvo a introducirme. Pero esta vez, la nalgueo mucho. Le tatúo mis manos.
El doctor Carpió se retiró a almorzar, nos dice su secretaria. Es una cincuentona con mal aliento, sentada de costado en una silla más alta que su escritorio. Tiene buenas piernas y encontró el modo de mostrarlas. Aunque intuyo leche coagulada en sus rodillas. Pasen a la tarde, dice tocándose un tobillo. Pero no dejen de pasar, subraya. Son los últimos, el resto ya está a salvo. ¿Les explicaron los riesgos? Ninguna vacunación es inocua. Nos anota para las seis y nos extiende un vale. Lean la letra chica, las contraindicaciones, recomienda. Cuando busca los anteojos, reconozco un blíster de carne junto a su cartera. Erizo lo manotea sin que la otra lo perciba. La cincuentona nos lee con voz neutra palabras como náusea, erección y demencia. Después sonríe, nos despide hasta la tarde.

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