Fuentetaja, 1997, 1998, 1999, 2003, 2007. 200 páginas.
Manual para la escritura de relatos. Pero bien, no los típicos consejos de ‘Haz que las historias sean interesantes, crea personajes sólidos’ que suelen abundar en este tipo de libros. El autor define su enfoque desde el principio, el tipo de relatos que le gustan y explica cómo escribir bien.
Empieza valorando la sencillez, pidiendo que se aligeren de literatura vacua, de frases grandilocuentes pero que no digan nada. Añade consejos prácticos como la aparición de cocodrilos (metafóricos), reglas de continuidad, como afianzar ideas… todo ello desde un punto de vista práctico, poniendo ejemplos de cómo hay que hacerlo y cómo no y presentando fragmentos de cuentos de autores famosos y destripándolos para ver cómo funcionan.
Se podrá objetar que el arte no puede enseñarse y tampoco aprenderse, y yo soy el primero que está de acuerdo. A un escritor de primera fila le sobran consejos y a quien no tenga talento ningún manual va a dárselo. Pero entre el genio y el inútil hay una amplia gama de grises y ahí siempre viene bien un poco de ayuda. Este libro ofrece una guía bastante sólida.
Muy recomendable.
Cocodrilos
Escribir es cuestión de detalle. Según acabamos de estudiar, los personajes, los objetos, las acciones y los escenarios que dan cuerpo a una historia han de ser únicos y peculiares, y el autor de ficciones debe elegirlos con cuidado, huyendo siempre de lo previsible.
Con todo ello -eso también- quizá os parezca que me alejo un poco del objetivo de este libro, donde no se trata tanto de «qué» escribir, sino más bien de «cómo» hacerlo. Bueno: pues como podéis imaginar, lo que ocurre es que el «qué» y el «cómo» no siempre resultan separables en una obra literaria. Y si me permitís un juego de palabras, os diría que igual que sucede en la propia vida, también en el espacio de la ficción lo previsible no es visible.
Hay que evitar lo previsible, porque le resta visibilidad a cualquier narración. En la vida diaria, ya os digo, también las cosas, los objetos, nos pasan desapercibidos con muchísima facilidad. Están ahí, pero no los vemos. Contamos con ellos, sí, y en cambio les prestamos una atención sumaria y prescindidora.
Termino de explicarlo con un ejemplo. Veréis: imaginad que dentro de un rato vais al dormitorio de vuestra casa a buscar un cepillo para la ropa. Llegáis al dormitorio, abrís el armario, tomáis el cepillo… y ahora os dirigís hacia el perchero del recibidor, del que cuelga el abrigo que tenéis intención de cepillar.
En una acción como esta, rutinaria y común: ¿vosotros diríais que habéis visto la cama del dormitorio?
Pues yo juraría que no. Mientras abríais el armario, sí, es muy posible que la cama haya entrado en algún momento en vuestro campo visual. Pero por expresarlo de algún modo: vuestro cerebro no ha llegado a «procesar» su imagen. La ha dado por supuesta, diríamos. Que en el dormitorio esté la cama es lo previsto. Lo normal. Es un dato tan obvio que no merece un instante de atención. Abrís el armario, tomáis el cepillo de la ropa, y la cama ha permanecido -a lo largo de toda esa secuencia-perfectamente invisible para vosotros.
Bien… pues ahora imaginad la misma acción con una ligera variante: en el momento en que llegáis al dormitorio en busca del cepillo, hay un cocodrilo de dos metros roncando plácidamente en vuestra cama.
Como es obvio, los que vayáis para escritores realistas ya habréis pensado que quizá los cocodrilos no roncan, y que la probabilidad de que uno encuentre un cocodrilo en su cama es francamente baja. Bueno. No voy a discutirlo.
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