Cuando nacía un niño en la familia Casal se escribía y publicaba un cuento, a veces por el padre y otras por Álvaro Cunqueiro. Este libro es una recopilación de algunos de ellos. No es que sea un gran acontecimiento literario pero es una faceta curiosa de ese grande de las letras que fue Cunqueiro.
Lo que más me ha gustado ha sido el prólogo escrito por su ahijada Paula, donde cuenta algunas anécdotas de la vida particular del escritor y rememora con ternura y cariño su figura.
No estaba bromeando, como cuando me cantaba «xa non che quero por miña filiada», sino muy en serio. La verdad es que yo me había ido aficionando a todas las cosas fantásticas, sin mucha discriminación. Siempre me habían encantado los recuerdos filosóficos del pequeño saltamontes, y desde que Jordán me regaló El tercer ojo, me leí no sé cuántas cosas sobre las auras, la autohipnosis, los faquires y los viajes astrales. Luego llegaron los extraterrestres, y también me fascinaron. Ese mundillo estaba además lleno de personajes insólitos. Había un grupo enVigo que se sabía de memoria Yo visité Ganímedes (la tercera y más grande de las lunas de Júpiter) y tenían unas fotos borrosas y evidentemente trucadas de unos seres espaciales azulados a los que adoraban como dioses.Y te decían con toda naturalidad «mira, este es Adoniensis» (o algo así), como quien enseña un cuadro de la Virgen o la foto de un sobrino. Había también un tipo muy curioso que se anunciaba como Profesor Akerman y daba clases de parapsicología e hipnotismo en los Jesuítas, mientras su novia leía el Tarot.Y Alvaro, que tenía mucho del gallego «racionalista y creedor, escéptico y mágico» que describió tantas veces, después de hacernos creer en tanta astronomía inventada y tantas cosas mágicas que le fascinaban literaria y antropológicamente, se enfurecía ante la idea de que yo «perdiese el tiempo con estos temas». Yo pensaba que tenía que haber una explicación racional de una serie de fenómenos y que interesarse por lo que puede hacer la mente no suponía creer en asuntos de ultratumba. Además, con libros como Recuerdos del futuro se aprendían cosas, como cuál era el margen de error del carbono 14. «Nada», me decía cada vez más irritado, «lo poco que esos libros tienen de serio, viene revuelto de tal forma con especulaciones y charlatanerías que tú no tienes forma de saber de qué parte —¡qué pequeña parte!—, es de la que te puedes fiar. Si lo que te gusta es la parte científica,
estudia ciencia, y no pseudociencia. Si te interesa el universo, estudia los quásares, por ejemplo, que son interesantísimos, o los agujeros negros, y si te interesa la mente, estudia neuro-ciencia». Yo sólo debía de tener doce o trece años, era de letras y no sabía muy bien por dónde empezar. Entonces entré en un instituto público excelente en nuestro barrio de Las Traviesas donde me explicaron las leyes de Mendel y recuerdo la imagen de todos aquellos guisantes entrecruzándose en la pizarra como una gran revelación. Mi descubrimiento de la biología le tranquilizó bastante, y yo nunca le conté que aún fui unas cuantas veces con mi profesora de ciencias a aprender a hipnotizar.
A pesar de que le preocupaba que la gente fuese víctima de la superchería, embaucada por charlatanes o semi-sectas, Alvaro fue la única persona en mi juventud que me habló de la libertad de expresión. Hasta los trece años yo fui, con Daniela, a un colegio femenino muy religioso y conservador donde este valor no se conocía. Yo era una niña muy obediente y cumplidora, pero siempre había alguna profesora que me hacía volver a casa llorando y andaba como un perro apaleado, con el alma encogida y la cabeza gacha, esperando siempre la próxima riña. Un día fui a casa de Alvaro, para que me ayudase con un trabajo de literatura, y le conté algunas cosas del colegio, como el repudio que se hizo a unas niñas que vieron Jesucristo Superstar, y él también empezó a desahogarse y a hablarme de la libertad de expresión, de cómo antes no se podía publicar en gallego, y ahora había que hacerlo y te publicaban cualquier cosa; de las obras que habían estado prohibidas; de cómo acababa uno autocensurándose inconsciente o innecesariamente por miedo a la censura de los otros; y de lo poco que sabíamos ya del mundo y de los demás.
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