Editorial Ariel, 1975. 300 páginas.
Tit. Or. Aspects of antiquity. Trad. Antonio Pérez-Ramos.
Segundo libro que leo de Finley, autor que cada vez me gusta más. Si La grecia antigua a pesar de su tono divulgativo abordaba aspectos relativamente técnicos en este libro los artículos son más generales y en consecuencia -al menos para mí- más disfrutables.
Ha sido un libro que me ha dado pena acabar y que me reafirma en seguir leyendo las obras del autor. He seleccionado multitud de fragmentos, que voy a publicar en dos partes. Empezamos con la afirmación de que la tradición funciona en los dos sentidos:
Podríase, se sostiene, compartir parte de la experiència de un publico ateniense del siglo v que asistiese a una representación del Edipo, incluso si no se cree, hablando con rigor, en los oràculos o en «la perversidad divina que satura la tragèdia helena». Las diferencias ideológicas, sin embargo, no agotan nuestras dificultades. Leemos (o vemos) a Sófocles, después de haber leído (o visto) a Shakespeare, y miramos una escultura arcaica griega con ojos y mentes que tienen experiència de Miguel Àngel y de Henry Moore. La gran tradición comporta dos direcciones. Como dice el doctor Leavis a propósito de Jané Austin: «esta crea la tradición que nosotros vemos remitiéndonos a ella. Su obra, como la obra de todos los grandes escritores· creativos, da significado al pretérito». El problema de verdad crucial consiste en saber si podemos dar marcha atràs al reloj y leer a Richardson como si Jané Austin no hubiera escrito jamàs, o reaccionar ante Edipo u Orestes como si no hubiese existido Hamlet.
Intentando dar respuesta a la pregunta de ¿podemos entender a los griegos (o en general a los antiguos)? Pese a las dificultades, creo que es posible.
El comienzo de la historia moderna, con Tucídides:
Además, desde el mismo comienzo, Tucídides hizo suya otra actitud extraordinaria. La historia de los hombres, decidió, era un asunto estrictamente humano, susceptible de ser analizado y comprendido solamente en términos de modelos conocidos de conducta humana, sin la intervención de lo sobrenatural. Es imposible decidir cuáles eran sus creencias religiosas, excepto en cosas tales como que odiaba a los adivinos y agoreros que eran plaga de la Atenas en guerra: como historiador constata su existencia en varios comentarios breves y terriblemente desdeñosos. Además, aparte de algunas referencias a la Fortuna (Tyché) —referencias que no resultan fácilmente explicables— su Historia se desarrolla sin dioses, oráculos o agüeros. También aquí los escritos hipocráticos nos proporcionan el único paralelismo y, en este nivel, resulta casi increíble que Tucídides y Heródoto fueran por un tiempo contemporáneos.
Los problemas de la democracia primitiva y el precio de la libertad, o por qué no se deberían añorar los estados totalitarios:
Los elementos de esa inseguridad eran, en la Atenas del siglo v, a la vez fuertes y numerosos. Estaba la pobreza crónica de los recursos, con la sempiterna amenaza del hambre; estaba la interminable guerra contra Esparta; estaba el hecho de que, por definición, libertad y democracia eran el privilegio de una minoría y excluían a los esclavos y a los numerosos forasteros; y estaban extendidos la superstición y el irracio-nalismo. También hay que contar con una debilidad técnica del sistema. Los miembros del jurado tenían excesivas prerrogativas, en el sentido de que podían no sólo decidir si un hombre era culpable o no, sino también definir el delito que había cometido. Cuando la impiedad —y esto es sólo un ejemplo— es una suerte de cepo no hay nadie que esté seguro.
Esto es lo que puede concedérsele al mito en su versión moderna, pero nada más. La ejecución de Sócrates es un hecho y uno de los que nos revelan que la democracia ateniense no era un instrumento perfecto. De igual modo es un hecho, que tanto antiguos como modernos defensores del mito dejan convenientemente a un lado, que el proceso de Sócrates fue un caso aislado en su época. Para esto ningún testigo mejor que el propio Platón. Fue en Atenas donde éste trabajó y pensó, libre y a salvo, por la mayor parte de su larga vida; y lo que enseñó fue hostil, hasta las mismas raíces, a mucho de lo que los atenienses creían y amaban Sin embargo, nadie le amenazó ni le puso cortapisas’ Los atenienses merecen que su historia se juzgue íntegramente por las dos centurias que vivieron bajo e régimen democrático y no sólo por sus errores. Juzgad así, tal historia es admirable, un argumento para un sociedad libre. Irónicamente tanto Platón como Jenofonte (y algunos historiadores modernos) idealizaron Esparta, oponiéndola a Atenas. Esparta era, en Grecia, la sociedad cerrada por excelencia. En ella Sócrates jamás hubiera podido comenzar a enseñar, y ni a pensar tan siquiera.
Sobre la república ideal de Platón y en general de cualquier estado ideal:
Contemplando las cosas como él lo hizo, desde tan vasta distancia metafísica, a Platón le era imposible darse cuenta de diferencias importantes. Para él, la Atenas anterior, la de Milcíades o la de Pericles, ya era irredimible, porque —como escribió en el Gorgias (505 E-519 D), para apuro de sus apologistas, antiguos y modernos— incluso aquellos tan admirados caudillos no valían más que pasteleros que cebaban el cuerpo glotón de los ciudadanos con golosinas. En cuanto análisis político o testimonio histórico, tal suerte de observación es, sencillamente, nula.
Por supuesto que resulta esencial para la salud de la comunidad que haya alguien que nos recuerde que el hombre no vive sólo de golosinas. La crítica radical de los valores es una función del filósofo político, como del científico político, del historiador y del sociólogo. Pero si tal crítica ha de tener alguna validez en cuanto medida o piedra de toque de la acción práctica, y no ha de conducir al nihilismo y la abdicación de la responsabilidad social, será menester que en algún momento descienda de su estratosfera metafísica. Además, como dijo Aristóteles (Política IV, 1.295a), también «tendrá que ocuparse del modo de vida que la mayoría de los hombres pueden compartir y de la suerte de constitución que a la mayor parte de los Estados les es dable disfrutar». De cara a tal asunto no vale de nada, continúa Aristóteles, emplear «un criterio de excelencia que esté por encima del alcance de los hombres ordinarios … o el criterio de una constitución que llegue a la altura ideal».
2 comentarios
Finley, junto con Vernant, Kitto y unos pocos más, está entre los que mejor entendieron y divulgaron a Grecia. Ellos fueron para mí indispensables a la hora de entender mejor la literatura helénica. Es muy interesante preguntarse hasta qué punto uno traduce las obras antiguas, hasta qué punto uno no las entiende en el contexto adecuado. Es, después de todo, la pregunta que plantea Pierre Menard.
Sí, la pregunta es interesante al menos de dos maneras. Filosóficamente, es decir, si podemos realmente entendernos unos a otros -y no sólo con los antiguos- y prácticamente, es decir, incluso suponiendo que es posible ¿cómo saber si estamos haciendo lo correcto?