Eugenia Ladra. Carnada.

diciembre 29, 2025

Eugenia Ladra, Carnada
Tránsito, 2024. 162 páginas.

En Paso Chico Marga, que desde su nacimiento arrastra la fama de tener y dar mala suerte, pasa sus días entre el descubrimiento del deseo, el sufrimiento del abuso, y su relación con Recio, un muchacho aficionado a la bebida más de la cuenta.

Novela desasosegante, con un ambiente que asfixia y no solo por el calor que desprenden sus páginas, ese ambiente marginal de seres que apenas pueden vislumbrar nada puro y que malviven dentro de su propia desesperación.

Bueno.


Mañana mismo, se dijo la gurisa, mañana mismo voy y le golpeo la puerta y consigo convencerlo de que necesita ayuda por todo el verano y, con suerte, tirar unos meses más. Y así, con el comedor iluminado por la mala señal de la tele y el viejo ocupándole la cabeza, Marga volvió a pensar en eso que hacía tiempo no pensaba. Tenía seis años para siete cuando a la gurisita le empezó a rondar una idea recurrente sobre el viejo. Una idea que a Marga se le había fijado con fuerza de tanto verlo como detenido, sentado afuera de su casa siempre en la misma posición, con su mueca de buen hombre y la radio asomada por el bolsillo de la camisa. Una idea que se volvía indiscutible, sobre todo esas mañanas en que la luz se instalaba en la mollera del viejo y lo hacía ver como alguien celestial o un hombre de otro plano. Una idea que se volvía una imagen tan clara que le decía a Marga, con sus seis años para siete, que ese Todopoderoso del que había escuchado hablar a su abuela desde siempre podía tomar la forma de cualquiera, y que ese cualquiera podía ser don Godoy.
Fiel a lo dicho, la gurisa partió al mediodía del día siguiente a la casa del viejo, ese rancho que alguna vez había sido azul y después, con el tiempo y la lluvia y el sol, se volvió celeste aguachento. En la puerta, Marga palmeó las manos y esperó a que don Godoy se asomara seguido por sus dos perros baqueteados. Cuando el viejo se dejó ver, la gurisa le miró los ojos casi blancos y los dientes sucios y dijo: buenas, don Godoy, y siguió: soy Marga, y después:
Marguita, y enseguida, para ubicarlo: la nieta de Justa. Como el hombre no decía nada, le preguntó si estaba ocupado, si tenía un minuto, y recién ahí fue que don Godoy reaccionó dejándola pasar, moviendo el cuerpo a un lado, sonriente de tener, por fin, una visita.
Adentro la oscuridad era total: el rancho estaba de ventanas cerradas, cortinas corridas y esteras tapando la luz que se pudiera filtrar. Casi no había muebles, nomás tres sillas de plástico, una mesa cuadrada y una alacena de la que colgaban los chorizos que después el viejo iría a trocear y comer de desayuno. Entre tan pocacosa el ciego se movía suelto, caminaba mientras invitaba a la gurisa a tomar asiento: pero cerca de mí, mija, porque además de viejo y chicato, estoy quedando sordo, venga, así la puedo escuchar y no tiene que repetir.
Quedaron frente a frente. Marga se ubicó cerca del ciego y, sin perder más tiempo, empezó a hablar. El hombre atendía el discurso concentrado, que la changuita, que la abuela Justa, que la encomendación de encontrar algo para hacer durante el verano. Cuando hubo silencio, Godoy asintió con la cabeza asimilando todo lo que había escuchado, se acomodó en su silla y sin querer tocó la rodilla de Marga. El acto reflejo del roce hizo que la mano cuarteada del viejo volviera rápido sobre la pierna descubierta de la gurisa, como si atajara algo en el aire y se quedara ahí, sosteniéndolo entre el calor concentrado y la humedad.

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *