Bibliotex, 1999. 448 páginas.
Tit. or. Ivanhoe. Trad. Guillem d’Efak.
Inventando el best seller
Tenía ganas de leer este libro, pero esta frase de la contraportada casi me desanima:
Ivanhoe es la novela más famosa de Walter Scott, la que fijó, desde su aparición, el canon del género. Sin ella no habrían existido probablemente Los tres mosqueteros, Nuestra señora de París o Los pilares de la tierra
¿Los Pilares de la tierra? Desde que lo leí le tengo fobia a los libros con catedrales. Pero no había de qué preocuparse. El parecido es sólo en una cualidad de super ventas, nada más.
En una inglaterra bajo ocupación normanda Ricardo Corazón de León está preso en Austria. Juan gobierna con despotismo y el pueblo sajón sufre desmanes. En un torneo aparece un misterioso Caballero Desheredado que derribará a los más famosos caballeros normandos, empezando una historia que cambiará la situación del poder.
No es extraño que se vendiera bastante bien. Aún hoy conserva su frescura, la acción es trepidante, los personajes no son profundos pero enseguida les coges cariño. Incluso a los malos, que no son de cartón piedra como en los pilares de la tierra, sino que viven y suspiran e incluso son dignos de compasión.
Aparecen los templarios, aunque no como en las novelas actuales, sino como una orden religiosa no demasiado de fiar. Y también Robin Hood.
Al igual que en el Orlando furioso, que se menciona en el texto, Ivanhoe no es el protagonista principal de la historia, no apareciendo sino en momentos escogidos. La diversidad de puntos de vista lo hace muy entretenido y aunque es ocasiones se me hizo algo pesado es muy superior a engendros actuales como ‘Al código da vinci’.
Dice Pérez reverte que las letras hispánicas no tenemos escritores como Scott, que son una manera excelente de introducir a los jóvenes en la lectura. Tiene razón, pero nada nos impide aprovecharnos de tradiciones ajenas y regalar Ivanhoe a nuestros adolescentes.
Calificación: Bueno.
Un día, un libro (125/365)
Extractos:
No había el Caballero Desheredado alcanzado su pabellón, cuando numerosos pajes y escuderos le ofrecieron sus servicios para despojarle de las armas. Le ofrecían una muda limpia y le garantizaban el descanso que un buen ano podría proporcionarle. Su celo, en esta ocasión, se agudizaba por la curiosidad, ya que todos estaban pendientes de conocer la identidad del caballero que tantos laureles había ganado y que incluso se había atrevido a no hacer caso de la petición del príncipe Juan cuando le rogó que levantara su visera o que se identificara. Pero su curiosidad no se vio satisfecha. El Caballero Desheredado rehusó toda asistencia, exceptuada la de su propio escudero, o mejor dicho, de un rústico asistente…, un sujeto apayasado envuelto en una capa color oscuro, que conservaba la cabeza embutida en una gorra normanda confeccionada con pieles negras. Aquel servidor parecía más adicto al incógnito que su propio amo-Alejados de la tienda todos los extraños, este mismo servidor alivió a su amo de la pesada carga de su armadura y le proveyó de vino y ali’ mentos, de los cuales bien necesitado estaba después de los trabajos del día.
Apenas había concluido su refrigerio, cuando le fue anunciada* caballero la visita de cinco hombres, cada uno de ellos portando un corcel por la brida. El Caballero Desheredado había cambiado su ai’ madura por una vestimenta característica de los de su condicón’ provista de una capucha que podía ocultar a capricho las facción65 de quien la vestía casi tan completamente como la celada del morrión. Sin embargo, la creciente oscuridad hacía inútil tal artimaña ¿e no darse la casualidad que la cara del que deseaba mantenerse en incógnito fuera muy conocida del visitante.
De todos modos, el Caballero Desheredado se refugió en la parte posterior de la tienda, donde esperó a los escuderos de los mantenedores, a los cuales reconoció con facilidad por las libreas pardas y negras que vestían. Cada uno de ellos conducía de la brida el caballo de su amo, cargado con la armadura utilizada aquel día.
—De acuerdo con las reglas de la caballería —dijo el primero de ios recién llegados—, yo, Baldwin de Oyley, escudero del renombrado caballero Brían de Bois-Guilbert, os ofrezco, Caballero Desheredado o como gustéis llamaros, el caballo y la armadura usada por el susodicho Bois-Guilbert en el paso de armas de la jornada, dejando a vuestra noble consideración el retenerlas o el poner precio a su rescate, según os plazca, ya que tal es la ley de armas.
Los demás escuderos repitieron aproximadamente la misma fórmula esperando entonces la decisión del Desheredado.
—Á vosotros cuatro, señores —dijo dirigiéndose a los últimos que habían hablado—, y a vuestros honorables y valientes amos hablaré del mismo modo. Presentad mis respetos a los nobles caballeros y comunicadles que sería una equivocación privarles de corceles y armas que nunca podrían ser utilizados por caballeros más bravos. Mucho desearía que aquí terminara mi mensaje; pero siendo con toda verdad el Desheredado, tal como me he apodado, debo rogar a vuestros dueños que tengan la cortesía de rescatar sus caballos y armaduras, ya que muy a duras penas puedo decir que es mía la que llevo puesta.
Durante el período de tregua que siguió al primer éxito de los sitiadores, mientras éstos se disponían a estrechar el cerco y los sitiados reforzaban su defensa, el templario y De Bracy sostuvieron una corta conferencia en la sala del castillo.
—¿Dónde está Front-de-Bceuf? —preguntó el segundo, que había dirigido la defensa en ¡a parte opuesta—. Se dice que ha muerto.
—Vive todavía —dijo el templario fríamente—; pero aunque hubiera llevado la cabeza de toro a que hace referencia su apodo y además diez planchas de acero para protegerla, de nada le hubieran servido ante el ataque de la fatal hacha. Dentro de unas pocas horas se reunirá con sus padres. Un poderoso miembro que se desgaja de la empresa del príncipe Juan.
—Y una buena adquisición para el reino de Satanás —dijo Ue Bracy—: esto le sucede por blasfemar de los santos y los ángeles, f por ordenar que las imágenes de las cosas y de los hombres sagrados sean tiradas almenas abajo contra las cabezas de estos monteros canallas.
—Vamos, eres un loco —dijo el templario—; tu superstición corre pareja con la falta de fe de Front-de-Bceuf. Ninguno de los dos dispone de razones para justificar sus creencias o Ia1 de ellas.
—Benedicite, señor templario —replicó De Bracy—. Te rueg que contengas la lengua cuando te refieras a mí. Por la Mac»e Dios que soy mejor cristiano que tú y todos los de tu ralea, pueS
ue corre la voz de que en el seno de la santísima Orden del Templo Je Sión se alberga más de un hereje y que sir Brian de Bois-Guilbert eS uno de ellos.
f.,__]Sío te preocupes por estas cosas —dijo el templario—, pues
ahora nuestra preocupación no debe ser otra que fortificar el castillo. •Cómo han luchado estos villanos monteros en la zona que tú defendías?
—Como demonios encarnados —dijo De Bracy—. Formaban un enjambre junto a la muralla, dirigidos por el bribón que ganó el premio del tiro con arco, según pude deducir de su cuerno y tahalí. ■Todo se debe a la tan cacareada política de Fitzurse, que anima a estos malandrines a rebelarse contra nosotros! Si no hubiera ido armado a prueba de flechas, el villano me hubiera herido siete veces con menos remordimientos que si yo hubiera sido un gamo encelado. Envió contra cada ranura de mi armadura flechas de una yarda, que retumbaban en mis costillas como si mis huesos fueran de hierro. Si no fuera porque uso una cota de malla española bajo el peto, me hubiera despachado gentilmente.
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