
Nordica, 2017. 60 páginas.
Tit. or. The day before revolution. Trad. Enrique Maldonado Roldán.
Un relato sobre la vida de Odo que en su libro Los desposeídos es la líder e ideóloga anarquista que inspira el orden social de su planeta. Aquí vemos una reflexión de una persona que, ya en la vejez, valora sus éxitos y se compadece de sí misma, a la vez que se pregunta el por qué de la existencia.
El relato está muy bien, la idea típica de Nórdica de ponerle unas cuantas ilustraciones y hacer un libro pues ya me parece como un poco exagerada, pero bueno, son cosas que para regalar son resultonas y, si lo sacas de la biblioteca, ni tan mal.
Bueno.
Su propia caligrafía no había vuelto a ser la misma desde la muerte de Asieo. Cuando se paraba a reflexionar en ello, le resultaba extraño. Después de todo, en los cinco años que siguieron a su fallecimiento ella había escrito La Analogía completa. Y estaban aquellas cartas, las que el guardia alto, el de los ojos llorosos y grandes, ¿cómo se llamaba?, da igual, las cartas que el guardia aquel había sacado para ella a escondidas del Fuerte durante dos años. Las Cartas de la Prisión, las llamaban ahora, había una decena de ediciones distintas. Y todo aquello, las cartas, de las que la gente seguía diciéndole que estaban llenas de fortaleza espiritual (lo que posiblemente significaba que se había mentido a sí misma como una loca mientras las escribía intentando conservar el ánimo), y La Analogía, que sin duda era el trabajo intelectual más sólido que jamás había producido, todo aquello lo había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, tras la muerte de Asieo. Había que mantenerse ocupada con algo, y en el Fuerte la dejaban a una tener papel y bolígrafos… No obstante, todo había sido escrito con los precipitados garabatos de una mano que nunca sintió propia, aquélla no era su caligrafía, no era como esas líneas redondeadas y negras del manuscrito de Sociedad sin Gobierno, que tenía ya cuarenta y cinco años. Taviri no sólo se había llevado el deseo de su cuerpo y de su corazón a la fosa de cal viva, sino también su caligrafía limpia y clara.
Pero Taviri le había dejado la Revolución.
La gente solía decirle: «Qué valiente fuiste, seguir trabajando, escribiendo, en la prisión, tras una derrota como aquélla para el Movimiento, tras la muerte de tu compañero…». Malditos imbéciles. ¿Y qué otra cosa se podía hacer? Valentía, coraje…, ¿qué era el coraje? Nunca había conseguido explicárselo. No tener miedo, decían algunos. Tener miedo y aun así continuar, decían otros. Aunque ¿qué podía una hacer sino continuar? ¿Existe una elección verdadera alguna vez?
Morir era sencillamente continuar en otra dirección.
Si querías volver a casa, tenías que continuar, tenías que seguir el camino, eso era lo que quería decir cuando escribió: «El verdadero viaje es el regreso», pero nunca había sido más que una intuición, y ya, pasados los años, estaba más lejos que nunca de ser capaz de racionalizarla. Se agachó, demasiado rápido, por lo que liberó un gruñido con el crujido de sus huesos, y comenzó a revolver uno de los cajones inferiores del escritorio. Su mano alcanzó una carpeta suavizada por los años y la sacó, la reconoció por el tacto antes de la confirmación de la vista: el manuscrito de Organización sindical en la transición revolucionaria. Taviri había impreso el título en la carpeta y había escrito su nombre debajo: «Taviri Asieo de Odo, IX 741». Aquélla era una caligrafía elegante, con todas las letras bien formadas, enérgicas y desenvueltas. Sin embargo, había preferido utilizar una impresora de voz. El manuscrito estaba en su totalidad realizado de ese modo y, aunque con gran calidad, las vacilaciones habían quedado ajustadas automáticamente y, la idiosincrasia de su discurso, normalizada. No se podía ver allí que él pronunciaba aquellas oes en lo profundo de la garganta, como hacían en la Costa Norte. No había nada que perteneciera a él en el texto más que su mente. Laia no tenía nada de él, excepto su nombre escrito en el archivador. No había conservado sus cartas, era sensiblero guardar las cartas. Además, ella nunca guardaba nada. No podía pensar en nada que hubiera poseído durante más de un puñado de años, excepto aquel cuerpo viejo y destartalado, por supuesto, eso no se lo podía quitar de encima…
No hay comentarios