Sexto Piso, 2021. 344 páginas.
Tit. or. Exhalation. Trad. Rubén Martín Giráldez.
Incluye los siguientes relatos:
El comerciante y la puerta del alquimista
Exhalación
Lo que se espera de nosotros
El ciclo de vida de los elementos de software
La niñera automática, patentada por Dacey
La verdad del hecho, la verdad del sentimiento
El gran silencio
Ónfalo
La ansiedad es el vértigo de la libertad
El primero, donde un alquimista ha conseguido crear unas puertas que conectan diferentes momentos del tiempo, narrado con un estilo de las mil y una noches y el segundo, donde una civilización robótica se enfrenta a los problemas de la entropía, son muy buenos. Tienen el aire que tenía el anterior libro del autor y que le dio tanta fama. Elementos de ciencia ficción pero insertos en otras tradiciones narrativas.
En el resto algunos no están mal, como Lo que se espera de nosotros, donde un inocente aparato dinamita nuestra sensación del libre albedrío, u Onfalo un mundo donde el relato de la creación es real y todo tiene una antigüedad de 7000 años máximo. Pero los demás son entre mediocres (La niñera automática, patentada por Dacey) y los muy malos (La verdad del hecho, la verdad del sentimiento). El ciclo de vida de los elementos de software se me hizo interminable, aburridísimo, roza mil ideas interesantes y no aprovecha ninguna.
En resumen, una decepción total. Me lo reservaba porque era un libro muy esperado, pero salvo los dos primeros relatos, el resto es perfectamente prescindible.
No me ha gustado.
Generalmente se conjeturaba que el cerebro estaba dividido en un motor ubicado en el centro de la cabeza que llevaba a cabo la cognición en sí, rodeado de una serie de componentes en los que se almacenaban los recuerdos. Lo que observé coincidía con esta teoría, dado que los subensamblajes periféricos parecían asemejarse entre ellos, mientras que el subensamblaje del centro parecía distinto, más heterogéneo y con más partes móviles. Sin embargo, la articulación de los componentes quedaba demasiado apretujada como para ver gran cosa de su funcionamiento; si pretendía aprender algo más necesitaría un punto de observación más cercano.
Cada subensamblaje contaba con un depósito de aire, alimentado por una cánula que se extendía desde un regulador en la base de mi cerebro. Centré el periscopio en el subensamblaje de más atrás y, utilizando los manipuladores remotos, desconecté rápidamente la cánula de desagüe e instalé una más larga en su lugar. Había practicado esta maniobra innumerables veces a fin de poder llevarla a cabo en cuestión de segundos; aun así, no estaba convencido de poder completar la conexión antes de que el subensamblaje agotara su depósito local. No continué hasta quedar convencido de que la operación del componente no había sido interrumpida; recoloqué la cánula más larga para obtener una vista mejor de lo que había en la fisura detrás de aquello: otras cánulas que lo conectaban con los componentes adyacentes. Utilizando el par de manipuladores más finos para introducirme en la grieta más estrecha, sustituí las cánulas una a una por las largas. Al final me abrí paso por el subensamblaje entero y sustituí cada conexión del resto de mi cerebro. Ahora era capaz de desencajar aquel subensamblaje del soporte que lo aguantaba y sacar la sección íntegra de lo que había sido la parte posterior de mi cabeza.
Sabía que era posible que hubiera dañado mi capacidad de pensar y que fuese incapaz de darme cuenta, pero unas pruebas aritméticas básicas sugirieron que me encontraba en perfecto estado. Con un subensamblaje colgando de un andamio más arriba, tenía ahora una mejor vista del motor cognitivo del centro de mi cerebro, pero no había espacio suficiente para introducir el accesorio del microscopio e inspeccionar de más cerca. Para poder examinar realmente los mecanismos de mi cerebro tendría que desplazar como mínimo media docena de subensamblajes.
Laboriosa, meticulosamente, repetí el proceso de sustitución de cánulas con otros subensamblajes, reposicionando dos de más atrás, dos de más arriba y otras dos de los laterales, suspendiendo las seis del andamio colocado sobre mi cabeza. Cuando acabé, mi cerebro parecía como una explosión congelada una fracción infinitesimal de segundo después de la detonación, y de nuevo sentí vértigo al pensar en ello. Pero finalmente el motor cognitivo quedó expuesto, soportado por un pilar de cánulas y engranajes accionables que continuaban tronco abajo. Ahora también tenía espacio para rotar mi microscopio en un radio de trescientos sesenta grados y pasear la vista por las facetas internas de los subensamblajes que había movido. Lo que vi fue un microcosmos de maquinaria áurea, un paisaje de diminutos rotores giratorios y compresores de pistones en miniatura.
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