Turner, 2016. 334 páginas.
Tit. or. The actuioneer. Trad. José Adrián Vitier.
Memorias de Simon de Pury subastador estrella de Sotheby’s primero y con su propia compañía después. También estuvo al cuidado de las adquisiciones de la colección del barón Thyssen. Nos cuenta su historia y la trastienda de un mundo, el de los ricos coleccionistas, que parece de otro planeta.
El libro es interesante por lo que cuenta, pero a mí personalmente me ha decepcionado bastante. Desfilan muchos ricos conocidos y otros de los que no había oído hablar y explica esas fiestas y mansiones que al común de los mortales nos están vedadas. Pero personalmente me importa poco como vive esa gente y hasta me da un poco de repugnancia ver como derrochan el dinero en estupideces.
Pero se centra en la adquisición y venta de obras de arte, y este aspecto sí que me interesa. Pero, por desgracia, en todo el libro no se dice ni una sola palabra de arte. No hay ningún párrafo en el que el protagonista nos diga como se ha sentido al contemplar un cuadro, o si el estilo de tal o cual artista le gusta por algo en particular. Las obras de arte se valoran si son caras, si rompen records al ser vendidas, si se compraron baratas y se vendieron caras…
Soy de la opinión que este mercadeo del arte está distorsionando por completo el ecosistema artístico y aunque me parece bien que los creadores se puedan forrar con su trabajo también pienso que el marketing y el postureo están encumbrando obras que dentro de cien años no valdrán nada (a lo mejor me equivoco pero me da igual porque estaré muerto).
Resumiendo: ¿Interesante? Sí. ¿Decepcionante? También.
Se deja leer.
P.D. Es de agradecer que, ya que usa un negro literario, no sólo lo ponga en la portada, sino que en el epílogo deje claro que Simon cuenta y William escribe.
Nos habíamos visto hacía unas pocas noches en la «subasta de los niños», una venta caritativa en beneficio de la Fundación Leonardo DiCaprio, dedicada a los santuarios de aves y animales de todo el mundo. ¡Salven a ese tigre! Si bien solo se recaudaron treinta y un millones de dólares, en comparación con los quinientos millones que generaría esa noche, el valor de la publicidad supliría la diferencia si lograba que los jóvenes siguieran el creciente interés de sus amadas estrellas por el arte. Además de Leonardo y Salma, allí estaban Tobey Maguire, Bradley Cooper, Mark Ruffalo y Owen Wilson, todos ellos seguidos ávidamente por las cámaras. Larry Gagosian mostró su agradecimiento pagando más de siete millones de dólares por un mark grotjahn, y conquistó todavía más las mentes y corazones de las jóvenes estrellas de Hollywood -como si él lo necesitara- con esa demostración de su «apoyo el programa». Larry es el programa.
Una subasta solo puede ser tan grande como sus compradores, y la de esa noche contaba con eso que en los viejos New York Yankees se llamaba «la Fila de los Asesinos». Además de Graff, estaba el Emperador de Los Ángeles, Eli Broad, quien transformara la capital de las películas en una capital del arte, apadrinando los principales museos de la ciudad y construyendo uno clásico (entre otros). Eli, ahora con más de ochenta años, tiene la energía de un adolescente. Su fuente de la juventud es el arte, que lo arrastra a él y a su esposa, Edythe (se los conoce como E&E), por todo el mundo en un interminable circuito de eventos glamourosos pero serios, todo lo cual comenzó con Art Basel, en Basilea, la ciudad que me vio nacer y que me convirtió a la religión del arte.
Me sentí muy halagado de que Eli Broad me incluyese en su breve e impresionante lista de candidatos para ocupar la dirección
del Museum of Contemporary Art de Los Ángeles (moca). Cuando me entrevistó en 2009 en la suite de su hotel en South Beach durante la feria Art Basel Miami, yo estaba absorto con mi propio negocio de Phillips y hube de declinar de mala gana. Recomendé como la persona ideal para el cargo a otro de los candidatos, mi amigo Jeffrey Deitch, talentoso marchante y galerista del S0H0, y me entusiasmé cuando al final Eli lo escogió. El nombramiento de Jeffrey, no obstante su turbulento reinado de tres años en el moca, demuestra la apertura mental de Eli Broad, al contratar a alguien tan alejado del consabido perfil profesional poco lucrativo del comisario-académico-historiador de arte. Las exposiciones de Jeffrey en el moca, como su muestra de grafiti «Arte en las calles», eran más que originales y reflejaban la originalidad innata de sus aparentemente formales patrocinadores, los Broad.
Pese a todos sus millones, los Broad son tan sencillos como grandiosa es su colección. Tienen todo el dinero colgado en las paredes, no en la espalda; para que luego digan de los vendedores de seguros. Eli, tras estudiar contabilidad, hizo una fortuna en bienes raíces, y otra en el ramo de los seguros, antes de engancharse con los cuadros. Todo comenzó con un cartel de Toulouse-Lautrec y un grabado de Braque que Edythe se trajo a casa. Y no compró una lata de sopa de Warhol porque pensó que Eli la mataría por pagar cien dólares por ella. Los Broad son la prueba viviente de que no hay que ser sofisticado para ser coleccionista.
No hay comentarios