Sofía Rhei. Flores de sombra.

marzo 25, 2020

Sofía Rhei, Flores de sombra
Alfaguara, 2011. 344 páginas.

Novela juvenil en la que la protagonista, al ir a vivir a la casa de sus antepasadas, descubrirá que el jardín esconde un pasaje secreto a otro mundo y que no todo es lo que parece en un mundo que debe mantener el equilibrio.

Entretenida y bien escrita, con sus problemas de adolescentes mezclados con la fantasía y seres mágicos que siempre tienen tirón. Pero bastante normalilla, a parte de estar bien construida no destaca en nada más.

Se deja leer.

Hazel se sentía un tanto mareada y no comprendía nada en absoluto.
Al darse de nuevo la vuelta, vio que el reloj de flores nocturnas se había convertido en un tiovivo que giraba lentamente, majestuoso, a la luz de la luna. Sobre su plataforma giratoria las flores blancas, por turnos, brotaban y se encogían, y sobre ellas revoloteaban pequeños insectos azules. Era muy extraño que un conjunto de arbustos pareciera un tiovivo en , movimiento, y aun así Hazel estaba segura de una cosa: ese I carrusel era lo mismo que el reloj de flores. Sin embargo, el resto de las plantas ya no estaban. En vez del jardín, había un espeso bosque negro rodeando el lugar.
Miró hacia el cielo, y comprendió de dónde procedían las extrañas constelaciones que había creído ver reflejadas en su estanque. No solo no estaba en casa, sino que en aquel sitio incluso las estrellas eran diferentes. Una prueba más de que estaba soñando.
Se mezcló entre la multitud. Muchas mujeres llevaban vestidos amplios y esponjosos, como de otra época, o de otro lugar. Algunas personas lucían aparatosos tocados, que parecían pequeños mamíferos enroscados en sus cabezas o enormes mariposas. Hazel pensó que eran animales artificiales o disecados hasta que vio cómo una de las aves salió volando. Todos iban cubiertos de varias capas de ropa, muy diferentes entre sí: chalecos de piel, garras, pelucas de pluma de cuervo, rodilleras hechas con granadas o calabazas, botas que simulaban ser las patas de un oso.
En cada uno de los puestos parecía desarrollarse una actividad distinta: unos eran ruidosos y estaban repletos de luces,
otros parecían requerir el anonimato y el secreto, sumidos en la penumbra. Había carritos forrados de tela que iban de un lado a otro vendiendo cristales de azúcar, luciérnagas, tarros de humo, incomprensibles objetos brillantes. Había casetas de madera adornadas con guirnaldas de flores negras, carromatos de terciopelo, puestos plegables, cabanas desmontables con cúpulas de seda bordada, tiendas de troncos que tenían incrustadas piedras preciosas, tenderetes de paño negro llenos de remiendos de varios colores.
Uno de los puestos tenía pintado el rostro de una gran luna llena. La pintura resplandecía levemente en la oscuridad, resaltando todos los cráteres e irregularidades del relieve del astro. La luna tenía una expresión burlona, y sus ojos parecían moverse de un lado a otro, siguiendo los movimientos de Hazel. Siempre que ella miraba, los ojos permanecían inmóviles, pero ella sabía que se estaban moviendo cuando no los vigilaba.
Un carrito de hierbas paró a su lado, y el vendedor, un cuerpo de niño con cabeza de topo, le mostró su contenido a un hombre extremadamente larguirucho que llevaba un sombrero de copa y sostenía una pipa apagada. Este olisqueó las diferentes hierbas con evidente delectación, y escogió una de ellas. Cuando el comerciante le entregó las hebras envueltas en una hoja de arce, Hazel se sorprendió al ver que el cliente le pagaba con unas pequeñas cuentas que sacaba de una bolsa de tela muy parecida a la que ella había encontrado en su jardín unas horas antes.

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