Minúscula, 2012. 222 páginas.
Tit. Or. We have always lives in the castle. Trad. Paula Kuffer.
La autora me venía muy recomendada, y con razón. En una casa viven los supervivientes de una tragedia familiar, un envenenamiento por arsénico -nunca aclarado. Las relaciones tensas con la gente del pueblo, el enfermizo ambiente de aislamiento, la ruptura del mismo por parte de un primo lejano con malas intenciones… todo provoca desasosiego en el lector. Incluyendo el desenlace, un final feliz de cuento pervertido.
Lo mejor es lo que no se cuenta, lo que se intuye a través de lo que se muestra. Muchas de las claves se adivinan, pero la autora va desplegando sus trampas emocionales con increíble destreza. Contado desde el punto de vista de una hermana, a uno le gustaría echar un vistazo dentro de la cabeza de la otra.
Demoledor como el fin de la autora, que murió de un ataque al corazón, posiblemente víctima de sus propias adicciones.
No pueden entrar, acostumbraba a decirme una y otra vez, tumbada a oscuras en mi habitación con la sombra de los árboles dibujándose en el techo, ya nunca más podrán entrar; el sendero está cerrado para siempre. A veces me quedaba junto a la cerca, escondida entre los arbustos, y observaba a la gente que caminaba por la carretera para ir desde el pueblo a la parada del autobús. Que yo supiera, nadie había intentado usar el sendero desde que nuestro padre había colocado las puertas.
Después de meter dentro las bolsas de la compra, volví a cerrar la puerta y comprobé el candado. Con el candado bien cerrado tras de mí, estaba a salvo. El sendero estaba oscuro, porque después de que nuestro padre abandonara cualquier idea de sacar provecho de esta tierra, dejó que los árboles y los arbustos y las pequeñas flores crecieran a su antojo y, salvo por un gran prado y los jardines, nuestra tierra era muy frondosa, y nadie conocía sus caminos secretos excepto yo. Mientras iba tranquilamente por el sendero, porque ahora ya estaba en casa, reconocía a cada paso todos los recovecos. Constance sabía el nombre de todo lo que creciera, pero yo me conformaba con saber cómo y dónde crecía y las inagotables posibilidades de cobijo que ofrecía. Las únicas huellas que había en el sendero eran las mías, de ir y volver del pueblo. Podía encontrar algún rastro de Constance pasada la curva, porque cuando me esperaba a veces se alejaba hasta allí, pero casi todas las huellas de Constan-
ce estaban en el jardín y en la casa. Hoy había llegado hasta el extremo del jardín, y la vi justo al salir de la curva, con la casa a sus espaldas, al sol, y fui corriendo hasta ella.
—Merricat —me dijo dirigiéndome una sonrisa—, mira hasta dónde he llegado hoy.
—Demasiado lejos —respondí—. Lo siguiente que harás será seguirme hasta el pueblo.
—Puede ser —contestó.
Aunque sabía que me estaba tomando el pelo me quedé helada, pero sonreí.
—No creo que te gustara —dije—. Venga, remolona, ayúdame con las bolsas. ¿Dónde está mi gato?
—Se ha ido a cazar mariposas porque tardabas. ¿Te has acordado de los huevos? Me olvidé de decírtelo.
—Claro. Podríamos comer en el césped.
Cuando era pequeña, pensaba que Constance era una princesa de un cuento de hadas. Yo siempre estaba intentando dibujarla, con una larga cabellera dorada y unos ojos tan azules como me permitía el lápiz de colores, y una mancha rosa y brillante en cada mejilla; los dibujos siempre me sorprendían, porque realmente se parecía; incluso en las peores épocas era rosa y blanca y dorada, y parecía que nada pudiera ofuscar su resplandor. Era la persona más importante de mi mundo, siempre lo había sido. La seguí entre la hierba suave, pasamos por delante de sus flores, entramos en casa, y Joñas, mi gato, salió de entre las plantas y me siguió.
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