Féliz y Rose caminan y hablan por las calles de una ciudad que una percibe como una climatología y otro como una cartografía precisa. Ella es actriz y tiene que preparar un ejercicio en el que debe buscar la experiencia dramática. Tiene un marido que se ha ido apartando del contacto con la gente. Él no tiene esposa pero finge que la tiene. Caminan hablando y pensando sin rumbo fijo, una vez a la semana.
Cuando no entras, no entras. Y no es que el libro carezca de atractivos. El ambiente irreal, las relaciones entre los protagonistas basadas en un intercambio de pareceres inertes. Lo que no se cuenta pero se adivina, los momentos poéticos.
Pero hay tan poca sustancia narrativa que cuesta avanzar entre el bosque de palabras. No es que yo sea un lector que quiera trama, es que los soliloquios mentales me dan mucha pereza de leer.
Dejo aquí un par de reseñas: La experiencia dramática, de Sergio Chejfec y La experiencia dramática (Sergio Chejfec) donde ha gustado más que a mí. También, como a Portnoy, me ha resultado curioso que al marido de Rose se le llame en tres o cuatro ocasiones el marido de B.
Porque rodeados de tales motivos y proporciones titánicas, el hecho es que Rose y Félix sienten una ligereza paradójica cuando caminan por esos lugares.
Es como si esos edificios dijeran que la naturaleza se ha transformado y que ellos representan la fase culminante de ese proceso. No que ellos anunciaron su fin, sino que han asegurado su continuidad. En una de las arcadas monumentales se ve un bajorrelieve con una barcaza colmada de mercancías que está siendo arrastrada con esfuerzo desde ambas orillas del canal. Un grupo de estibadores espera en el sector izquierdo del cuadro, mirando la escena; son quienes descargarán la gabarra apenas llegue. Mientras tanto los hombres que mueven la embarcación, servidos cada uno de una soga bien tirante amarrada a ella, se encorvan de tal modo por el
esfuerzo que sus caras apenas quedan visibles, como si buscaran esconderse de las miradas de Rose y de Félix. Sus cuerpos casi desnudos son entonces los protagonistas principales del trabajo colectivo, creando así, ordenados en hileras sucesivas y todos agachados, como si hubieran posado durante toda la jornada para el friso, un silencioso empedrado de espaldas de distintos tamaños. Bajo otra arcada alcanza a verse un grupo de herreros en plena faena de pronto interrumpida. En el centro de la escena se levanta el horno, allí está el carbón y a un costado se ve la fragua, que parece vibrar debido a la alta temperatura a la que está sometida. Algunos hombres sostienen todavía sus herramientas, otros tienen las manos libres un poco levantadas, como si acompañaran con ellas lo que dicen. Al igual que los estibadores del otro cuadro, tienen el torso descubierto; y también como aquéllos, nada en sus formas o atuendos indica alguna jerarquía. De las paredes del taller cuelgan varios objetos inclasificables, pueden ser tomados como elementos de decoración o como instrumentos de trabajo; uno solo no deja lugar a dudas: es el cuadro de un animal en medio de un prado con poca vegetación; el animal está representado de costado, pese a lo cual resulta muy difícil advertir de qué se trata, si vaca, caballo o especie parecida. Los herreros están orientados hacia una misma persona, a diferencia de ellos completamente vestida, que evidentemente acaba de traer una noticia bastante inesperada, presumiblemente el motivo para la suspensión del trabajo.
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