Barret, 2019. 180 páginas.
Un funcionario argentino ve como se consume su vida en un trabajo sin brillo en el que tiene que hacerse el tonto ante discrepancias en los informes que tiene que firmar y una vida familiar en la que es casi un visitante, con unos hijos que no le hacen caso y una mujer distante.
La novela se articula en varios ejes: los chanchullos de la administración en la que el protagonista está implicado no por interés suyo sino por desinterés ante cualquier tipo de reacción. Su vida familiar nula con una mujer enganchada a una telenovela y con unas clases de yoga semanales que parecen indicar que hay algo más y las noticias que llegan desde España, donde el papel moneda está siendo atacado por unas bacterias que lo destruyen y hay alborotos por las calles.
Ante todo eso, un apartamento que se convierte en un refugio, a salvo de los 36 metros que son un abismo que siempre planea sobre su cabeza.
Cuando un conocido publica un libro es una alegría, pero una alegría mayor es cuando ese libro es bueno, tiene una atmósfera particular, y se te queda en la memoria mucho tiempo después de haberlo leído.
Muy recomendable.
Los escritorios de Gusminetti, Claudel y Maidana estaban desocupados. Eduardo miró la hora: ocho y diecisiete. Le sorprendió la presencia de Suárez tan temprano, y supuso que efectivamente estaba haciendo buena letra. Algo pediría. Cada vez que necesitaba un favor, Suárez se tomaba una o dos semanas para preparar el terreno.
En su despacho, Eduardo notó de inmediato que el expediente de la escuela de Banfield había desaparecido del cajón. Lo había dejado ahí, estaba convencido. Y desde las seis y media del día anterior, hasta las ocho y pico de hoy, le parecía imposible que alguien hubiera pasado por su oficina. Bueno, la gente de limpieza, los de seguridad también. Pero ellos jamás tocarían un expediente. De hecho, no se le ocurría quién en todo el Ministerio sería capaz de revisar sus cajones.
Se imaginó explicándole a Espora la pérdida y lo zarandeó un escalofrío. Espora podía resultar tan encantador como salvaje. Perder un expediente que ya había rodado por siete departa-tnentOS no representaba un escenario agradable, y menos aún uno tomo ese, en el que ciertas irregularidades resultaban obvias.
Le preguntó a Suárez si sabía algo del expediente. La respuesta lúe un lacónico «no». Revisó los cajones de su escritorio. También la pila de carpetas que había firmado el día anterior. No estaba allí. Se fijó en la computadora y sí, efectivamente, según constaba en el Tramix, Claudel lo había puesto en «auditado» y estaba pendiente de salida de Rendición.
Tal vez lo tendría Esther, la secretaria de Espora. Pero ¿por qué se llevaría solo esa carpeta y no el resto? Aparte, él había guardado la carpeta en el cajón. Lo recordaba con claridad. ¿Sería Esther así de impertinente? Y, por último, Esther —siempre tan puntillosa— no se haría cargo de un expediente sin actualizar el movimiento en el Tramix.
Como a las nueve menos cuarto llegaron Maidana y Gusminetti. A ninguno le sonaba nada del tema.
A las diez, Claudel seguía sin aparecer. Eduardo pensó en llamarlo. No lo quería molestar, sin embargo, esa demora le parecía exagerada. Aparte, en una de esas él sabía dónde estaba el expediente. Al fin y al cabo se trataba de su expediente.
Pero… si Claudel se había ido temprano la tarde anterior, ¿cómo iba a saber algo?
Igual debería llamarlo, pensó. Una cosa era llegar a las nueve y salir a las once a tomar un café, y otra muy distinta que sean las diez y ni siquiera haya avisado del retraso.
Aunque quizá exageraba: Claudel ocupaba su puesto desde hacía años y, si bien no era un empleado modelo, nunca había dado problemas. Casi seguro habría tenido algún percance.
Como a las once levantó el tubo, pero cortó antes de marcar el número. Por ahí estaba en el hospital con alguno de sus hijos enfermo o había sufrido un accidente.
2 comentarios
Recuerdo haber leído Burocracia del mismo autor por recomendación tuya y me encantó. Lo pongo en busca y captura.
A mí éste me ha gustado incluso más…