Roy Lewis. Por qué me comí a padre.

junio 7, 2022

Roy Lewis, Por qué me comí a padre
Gigamesh, 2017. 222 páginas.
Tit. or. The evolution man, or how I ate my father. Trad. Raquel Marqués.

Estamos en el fin del Pleistoceno, los homínidos viven fatal, a merced de las inclemencias del tiempo y de los ataques de los grandes depredadores. Pero todo está a punto de cambiar gracias al descubrimiento del fuego y a la evolución que pondrá en marcha. El progreso no puede detenerse.

Excelente edición de Gigamesh que se ha puesto las pilas con el diseño y no menos excelente traducción que no es la que dejo como muestra. Por desgracia no son suficientes para levantar una obra mediocre que pretende ser graciosa y me ha parecido aburridísima. Es lo malo de leer una obra humorística, que como no entres en el tipo de humor del autor todo se hace cuesta arriba.

Si, además, lo comparamos con obras parecidas, como las Cosmicómicas, todavía es peor. Porque donde Calvino maneja un registro poético que le da una profundidad extra al relato, aquí encontramos una trama bastante plana que no te lleva a ningún lado.

No me ha gustado.

»Mi persistencia se vio súbitamente recompensada. Descubrí que no podía, como en principio me había propuesto, escalar hasta el borde mismo del cráter; las rocas aun ascendían unos mil metros o más por encima de mí. No tenía más elección que abrirme camino en espiral alrededor del cráter, pero cuando salí al otro lado de la montaña vi algo que renovó todas mis esperanzas. Vi que no sería necesario subir hasta la cima misma, lo cual podía haberme costado días, si sobrevivía a la noche en un lugar sin protección como aquél. Lo que vi fue que surgían humo y vapor muy abajo, por aquella ladera de la montaña, solo un poco más arriba de donde yo estaba entonces. Había, pues, fuego disponible mucho más abajo, y suficientemente lejos de los peligros del propio cráter, resplandeciendo y burbujeando con miles de grados centígrados. En consecuencia, crucé oblicuamente la ladera hacia el humo. Allí, después de no pocos trabajos, descubrí algo más providencial. El líquido del interior de la montaña brotaba y descendía lentamente por el flanco rocoso de ésta. Era como si la montaña hubiese sido rasgada por un enemigo, y sus rojas entrañas arrancadas; o quizás como si la montaña hubiese tenido una especie de cólico y estuviese vomitando. Esto, según creo, me aproximó más a la comprensión de cómo había sido hecho el mundo mismo, pero por desgracia, no tuve tiempo de hacer más que precipitadas observaciones. Lo que me interesaba de forma inmediata era que cuando aquel vómito ardiente tocaba un árbol que se interponía en su camino, el árbol se encendía en llamas al instante.
»Allí, entonces, estaba lo que yo quería: una conexión entre el fuego básico de la tierra y el fuego portátil que buscaba yo. Mientras observaba, comprendí el secreto del asunto: pues cuando un árbol se incendiaba, todo árbol que le tocase se incendiaba también. Éste era el principio de la transmisión del fuego, demostrado en la naturaleza. Si uno toca el fuego con algo que a este le guste comer, ese algo se incendia inmediatamente. Esto resulta evidente ahora, pero tened en cuenta que yo estaba viéndolo por primera vez.
La vara de Padre había dejado de humear y él comenzó a raspar con aire ausente la punta ennegrecida con un trozo de pedernal.
—El volcán era el fuego padre; los árboles eran hijos e hijas, pero podían convertirse también en padre del fuego a su vez si tocaban otro árbol combustible. La simple aplicación del principio me sugirió inmediatamente una solución. Lo único que tenía que hacer era coger una rama caída, acercarla a uno de los árboles en llamas, y marchar con ella. Lo intenté inmediatamente; resultaba difícil, pues la pared de lava emitía un calor tremendo y hube de acercarme a cuarenta metros de ella; ¡pero resultó! ¡Mi rama ardía! Tenía fuego en mis manos. Lancé un grito de alegría mientras me alejaba con la rama de los árboles en llamas, alzándola en el aire, y veía aquel pequeño volcán ardiendo y humeando sobre mi cabeza. Con aquella terrible antorcha en mi mano cabía que podía asustar y hacer huir a un león. No me detuve ni un instante, salí corriendo hacia casa. Hasta que no recorrí un kilómetro no me di cuenta de que mi rama llameante había dejado de llamear y no era más que un tronco ennegrecido y caliente que me quemaba la mano.
»Así que tuve que volver para hacer unos pequeños experimentos. Un fuego pequeño, comprobé, devoraba muy pronto su comida; había que darle más porque si no moría. Para transportarlo me di cuenta de que tendría que establecer una especie de sistema de relevos. Encendía primero una rama y luego, cuando la tuviese casi consumida, encendía otra del árbol más próximo y así sucesivamente. Todo muy simple y lógico, visto desde aquí… pero no lo era tanto entonces. Este plan funcionó admirablemente, si bien descubrí que algunos árboles no ardían tan bien como otros. Pero teniendo cuidado, conseguí llegar hasta aquí perfectamente, con la rama seiscientos diecinueve de la serie, con la que conseguí ahuyentar a los leones y encender un fuego nuestro dentro de la empalizada; el mismo fuego que trajimos aquí, y que no ha vuelto a apagarse desde entonces. Pero aunque se apagase sería muy fácil…
Padre se detuvo de pronto, mirando con la boca abierta la vara que tenía en la mano.
—¡Tiene gracia! —balbució—. Mientras hablaba con vosotros, sin pensarlo siquiera, he hecho un invento importantísimo: ¡la vara de máximo rendimiento con la punta endurecida al fuego!

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