Svetlana Aleksiévih. El fin del Homo sovieticus.

junio 6, 2022

Svetlana Aleksiévih, El fin del Homo sovieticus
Acantilado, 2015. 650 páginas.
Trad. Jorge Ferrer Díaz.

El comunismo quiso transformar al hombre, convertirlo en un Homo sovieticus. Cuando llegó la perestroika cambió la sociedad de un día para otro y entonces ¿Qué hacer con ese hombre? La autora recoge testimonios del antes, del durante y del después y conforma un retrato estremecedor de un mundo que intentó lo imposible y no lo consiguió.

Con los libros de Aleksiévih la primera pregunta es ¿Hasta qué punto podemos hablar de autoría? Ella afirma que va con su grabadora recogiendo testimonios y entonces estaríamos hablando de una labor periodística, casi de editora, alejada entonces de estilos literarios. Sin embargo, y como sabe cualquiera que haya transcrito entrevistas, las personas no se expresan con tanto talento como en estas páginas. Ni siquiera si la autora está atenta a cuando pasa la literatura. Mi apuesta es que Aleksiévih, como cualquier escritora, cambia las formas para respetar el espíritu.

El contenido, brutal. Lo tuve que leer poco a poco porque es imposible asimilar tanta miseria humana de manera continuada. Dejo extractos abundantes para que se hagan una idea. ¡Qué vidas! Dan ganas de llorar con cada una de ellas. Los que querían un socialismo más amable y se encontraron con un capitalismo salvaje. Los que vivían en regiones donde todos eran soviéticos y de repente se convirtieron en rusos y víctimas de persecuciones. Los que lucharon en la guerra dándolo todo y fueron purgados sin compasión. Las miles de muertes, de torturas, de humillaciones, de necesidad, de esfuerzo en vidas diminutas, como plantas que sólo tienen un breve rayo de sol para sobrevivir.

Entre tanta desolación, pellizcos de literatura. La gente recuerda más la belleza que el dolor, Te torturaban por medio de la exposición a la belleza, ¿Cómo es que a Dios sólo le complacen las almas de las personas perfectas? ¿Para qué existe entonces?. Porque la buena literatura, aunque sea local, nos habla del ser humano en su totalidad.

Uno de los mejores libros que he leído nunca.

Excelente.

Y, créame o no, también muchos comunistas se daban cuenta de eso, muchos comunistas eran personas honestas y doctas, personas sinceras. Yo conocía a muchos comunistas así, en buena parte gente de provincias. Hombres como mi propio padre, por ejemplo… A mi padre le fue vedada la afiliación al Partido y tuvo que sufrir mucho a causa del Partido, pero creía en él. Creía en el Partido y creía en la URSS. Todos los días lo primero que hacía era leer el periódico Pravda de cabo a rabo. Había más comunistas sin el carnet que miembros efectivos del Partido, personas que eran comunistas con toda su alma. (Calla). En todas las manifestaciones de la época se llevaba una pancarta con el lema ¡EL PARTIDO Y EL PUEBLO SON UNO! No eran palabras vacías: ¡era la verdad! Y no lo digo para hacer propaganda del Partido, simplemente cuento las cosas como fueron. A todos se les han olvidado ya… Muchos se afiliaban al Partido porque así se lo dictaba su conciencia y no sólo para hacer carrera o porque calcularan pragmáticamente que si no pertenecías al Partido y te pillaban robando ibas a la cárcel, pero si pertenecías a él tan sólo te expulsaban y punto. Me indigna cuando oigo hablar del marxismo con desprecio o con desdén. ¡Tirémoslo a la basura cuanto antes! ¡Al vertedero de la historia! El marxismo es una doctrina grandiosa y sobrevivirá a todos sus detractores. Otro tanto sucederá con el fracaso del sistema soviético. Lo conseguirá… Hay muchas razones para ello… El socialismo es algo más que el Gulag, los soplones y el Telón de Acero. El socialismo es un mundo justo, luminoso, donde todo se comparte a partes iguales, donde se lamenta y se tiene compasión por los desfavorecidos, donde no prima la idea de apoderarse de lo ajeno a toda costa. A veces me dicen que uno no podía comprarse un coche: pero ¡nadie tenía coches en aquella época! Ni nadie llevaba trajes de Armani o se compraba casas en Miami. ¡Por Dios! El nivel de vida de los líderes de la URSS era equiparable al de cualquier empresario de poca monta. ¡Nada que ver con el de los oligarcas de hoy, nada de nada! No compraban yates con duchas de las que mana champagne. ¡Qué cosas! Una ve ahora anuncios en la televisión de bañeras de cobre al precio de un piso de dos habitaciones. ¿Quién puede permitirse eso, dígame? Pomos para las puertas bañados en oro… ¿Era eso la libertad? La gente humilde, la gente sencilla, ahora no vale nada. Ha sido relegada a los bajos fondos de la sociedad.


Pues bien, una noche aparece un automóvil de los que utilizaba el NKVD para los arrestos, un «cuervo negro», como eran conocidos, frente al bloque de apartamentos. Acuden a arrestar a la madre de la niña de cinco años. Ésta, antes de que se la lleven, consigue gritarle a su joven amiga: «Cuida de mi niña si no vuelvo. No dejes que la encierren en un orfanato». Su amiga respondió al ruego y se quedó a la cría. Ello le valió ganar el derecho a ocupar una segunda habitación… La niña aprendió a llamarla mamá: «mamá Ania»… Diecisiete años hubo que esperar para que la verdadera mamá volviera de los campos de trabajo. Llegó y se postró ante su amiga para besarle manos y pies. Por lo general, en los cuentos de hadas las historias acaban con una escena de ese tipo, pero la vida real suele regalar finales bien distintos, no hay finales felices. Cuando llegó Gorbachov y los archivos se volvieron de dominio público, preguntaron a la expresidiaria si quería echar un vistazo a su expediente. Ésta respondió que sí, comenzó a hojear la carpeta etiquetada con su nombre y dio enseguida con la denuncia… Reconoció la letra al instante. Era la de su vecina, la de «mamá Ania». Fue ella quien la denunció y la mandó a la cárcel… ¿Usted lo entiende? Yo soy incapaz. Y aquella mujer tampoco pudo entenderlo, de manera que volvió a casa, se anudó una soga al cuello y se ahorcó. (Calla). Yo soy atea, pero si no lo fuera tendría muchas preguntas que hacerle a Dios… Recuerdo unas palabras de papá: «Es posible sobrevivir al campo de trabajo pero no a los seres humanos».


De repente apareció un oficial y las mujeres le rodearon. El hombre se puso muy nervioso y repetía a gritos: «¡Yo también soy padre y no voy a dar la orden de disparar contra nadie! ¡Os juro que no habrá disparos! ¡Nunca voy a disparar contra el pueblo!». Sucedieron muchas cosas la mar de graciosas en aquella concentración y también otras tan enternecedoras que nos hacen llorar todavía hoy. De pronto se oyeron gritos desesperados: «¿Alguien tiene un Validol? ¡Hay una persona aquí con taquicardia!». Y enseguida apareció la pastilla. O una mujer que había acudido con un bebé en un cochecito (¡ay de ella, si la hubiera visto mí suegra!) y se le ocurrió dibujar una cruz roja en el pañal. ¿Qué podía usar para ello en medio de aquella situación? Se le ocurrió sin demora: «¿Alguien tiene un pintalabios?», preguntó. Y al instante le arrojaron no sé cuántos pintalabios, de los baratitos soviéticos, pero también de Lancôme, Christian Dior y Chanel… Nadie filmó aquellas escenas, ni recogió los pequeños detalles de lo que ocurrió. Y es una lástima, qué pena. La armonía de un acontecimiento, su belleza, la sucesión de banderas y cantos sólo surgen más tarde, cuando acaban esculpidas en bronce… Pero la vida real está hecha de pequeños fragmentos, de barro y lilas. Aquella noche la gente la pasó sentada sobre periódicos y octavillas en torno a hogueras encendidas en la plaza. Estábamos hambrientos y rabiosos… Decíamos tacos y bebíamos, aunque no se veía a nadie borracho. Algunos trajeron embutidos, queso y pan. Y café… Nos dijeron que eran directores de cooperativas, empresarios… Vi también unos cuantos frascos de caviar rojo, pero desapareció rápidamente en los bolsillos de algunos.


Un día recibimos la orden de prender fuego a la cabaña de un colaborador… Con toda la familia dentro… Y no era una familia pequeña: su mujer, tres hijos, la abuela y el abuelo. Los rodeamos en plena noche… Primero, fijamos las puertas con clavos. Después, rociamos la cabaña con queroseno y le prendimos fuego… Dentro daban voces, gritaban… Un chiquillo consiguió salir por una ventana… Uno de los partisanos se dispuso a dispararle, pero otro se lo impidió. Lo echaron de vuelta a la hoguera. Yo tenía catorce años entonces… No comprendía nada. Lo único que pude hacer fue guardar ese recuerdo en mi memoria. Y ahora se lo cuento a usted. No me gusta la palabra héroe, ¿sabe? En las guerras no hay héroes… Nadie que empuñe un arma puede comportarse con nobleza. Jamás. Es imposible…


Y volvió el poder soviético… Y aquel joven me reencontró. Llegó a la puerta de casa a caballo. «Ya están interesándose por ti», me dijo. «¿Quién?». «¿Cómo que quién? La Seguridad del Estado…». «A mí me da igual dónde me encuentre la muerte. Que me manden a Siberia, si eso quieren». «Pero ¿qué clase de madre eres tú? Tienes una criatura, ¿no?». «Y tú sabes quién es su padre», le dije. «Eso no me impide tomarte ahora como mujer», me dijo. Y me casé con él. Me casé con el asesino de mi marido. Y parí una niña suya… (Llora). Quería a los dos niños por igual: a mi hijo y a la suya. Por eso no puedo reñirle, no. Pero yo… yo iba llena de cardenales. Cada noche me pegaba una paliza y cada mañana me pedía perdón de rodillas por haberme pegado. Lo devoraba una extraña pasión… Tenía celos de mi marido muerto… Yo salía de la cama cada mañana antes que todos. Tenía que levantarme antes de que despertara, porque no quería que me tocara. Y cada noche, cuando todas las ventanas de la aldea estaban apagadas, yo seguía trajinando en la cocina… Mis ollas brillaban que era un primor. Esperaba a que se quedara dormido. Así vivimos quince años juntos, hasta que enfermó gravemente. No duró un otoño. (Llora). Yo no tengo la culpa… Yo no le deseaba la muerte. Al fin, llegó el último instante de su vida… Estaba tumbado de cara a la pared y se volvió de repente. «¿Me has amado alguna vez?», preguntó. Yo no dije nada. Y él se echó a reír con la misma risa de aquella noche en que sacó la pistola… «Pues que sepas que eres la única mujer a la que he amado en toda mi vida —me dijo—. Te amé tanto que quise matarte cuando supe que estaba condenado. Le pedí un poco de veneno a nuestro vecino Yashka, el tintorero. No puedo soportar la idea de que te acuestes con otro hombre después de mi muerte. Porque eres una mujer muy hermosa».


¡La belleza indescriptible del norte! El resplandor silencioso de la nieve que no se apaga ni siquiera de noche… Y tú, entretanto, no eres más que una bestia de carga. Te empujan a andar por ese paisaje, y después te devuelven a empujones al barracón. «Te torturaban por medio de la exposición a la belleza», decía. Su proverbio predilecto era el que reza: «A Dios le salieron mejor las flores y los árboles que los hombres».


¡Dígamelo! Esto hace mucho que no le importa a nadie. El país en el que vivíamos ya no existe ni existirá jamás, pero nosotros todavía estamos aquí, viejos y repugnantes… Con nuestros recuerdos horribles y estos ojos llenos de odio… ¡Aquí estamos! ¿Y qué queda hoy de nuestro pasado? Stalin anegó el país en sangre, Jruschov lo sembró de maíz y Brézhnev era un payaso de feria. Y de nuestros héroes, ¿qué queda?
De Zoia Kosmodemiánskaia los diarios escribieron que una meningitis sufrida en la niñez la había dejado esquizofrénica y propensa a la piromanía. Que fue una demente, vaya. De Aleksandr Matrósov dijeron que, borracho como una cuba, se había arrojado ante la ametralladora alemana: no quería salvar la vida de sus camaradas. Tampoco Pável Korchaguin sería un héroe, según lo que se cuenta ahora… Todos nuestros héroes de antaño no eran más que zombis soviéticos, aseguran. (Recupera la calma). Y yo, entretanto, sigo teniendo las mismas pesadillas sobre los campos… Todavía no consigo soportar a los perros pastores… Y me dan miedo los individuos uniformados… (Se echa a llorar y me habla entre sollozos). No aguanto más, ¿sabe? Por eso un día abrí el gas… Las cuatro hornillas de golpe… Cerré las ventanas y corrí las cortinas. Ya no me quedaba nada… Nada de lo que podría alejarte de la idea de la muerte… (Calla). De lo que te ata a este mundo… No sé… El olor de la cabeza de un bebé… O las copas de los árboles que no crecen bajo mis ventanas. Todo son tejados y más tejados… (Calla). Puse un florero sobre la mesa y encendí la radio… ¿Sabe qué fue lo último que me vino a la mente en aquellos instantes? Me tumbé en el suelo y sólo venían recuerdos de aquellos años de encierro… Me vi salir a las puertas del campo, franquear las enormes puertas de hierro que nos encerraban, y escuché cómo se cerraban detrás de mí… Era libre. Me acababan de poner en libertad. Y yo avanzaba y me repetía que no, ¡que no debía volverme a mirar atrás! Me moría de miedo sólo de pensar que alguien me fuera a dar alcance y devolverme al penal, que me viera obligada a volver. Avanzaba sin parar y de repente vi un abedul… Un abedul como otro cualquiera… Corrí hacia él y lo abracé. Un arbusto se alzaba a su lado y también lo abracé


Había muchos guardias de origen campesino, como yo mismo. Ese trabajo se nos daba mucho mejor que a los que se habían criado en ciudades. Éramos más fuertes. Aguantábamos más. Y estábamos más habituados a presenciar muertes. Quién de nosotros no había clavado un cuchillo en el corazón de un jabalí, había despiezado un ternero o, al menos, le había retorcido el cuello a una gallina. La aplicación de la muerte exige cierto entrenamiento… Por eso los primeros días nos llevaban como espectadores… En esos primeros días, los combatientes se limitaban a estar presentes durante las ejecuciones o acompañaban a los condenados. Hubo casos de muchachos que perdieron la razón a la primera. No aguantaban. Es que la muerte es asunto muy delicado… Hasta matar una liebre requiere de cierto hábito. No todo el mundo es capaz a la primera. ¡Joder! Hacías que el condenado se hincara de rodillas y le disparabas a quemarropa en la sección izquierda de la nuca, justo detrás de la oreja… Al término de la jornada, el brazo te colgaba como un trozo de cuero. El dedo índice era el que más sufría. Como cualquier otro trabajador de la URSS, nosotros también teníamos una norma que cumplir cada día. Como si trabajáramos en una fábrica. Al principio, no había manera de que cumpliéramos la norma. El cuerpo no nos daba para satisfacer las expectativas. Entonces fueron convocados los médicos, se reunieron en una suerte de concilio y, al final, se tomó la decisión de que los combatientes fuéramos sometidos a sesiones de masaje dos veces por semana. Nos masajeaban el brazo derecho y, sobre todo, el dedo índice de la mano derecha, porque sobre él recaía la mayor parte del esfuerzo cuando se disparaba. La única secuela que me queda es una leve sordera del oído derecho, porque era esa mano la que utilizaba para disparar.


Habría sacado los clavos con los dientes de haber sido preciso… Ninguna autoridad acudió al entierro. Todos nos dieron la espalda. Y el Estado, el primero… Tampoco quisieron celebrar una misa por su alma en la iglesia. Dios no admite a los pecadores… Dios no admitiría el alma de una suicida…
Una se pregunta por qué… ¿Cómo se puede rechazar a alguien de ese modo? Ahora suelo ir a la iglesia a ponerles velas a los santos… Un día me acerqué al sacerdote y le pregunté:
«¿Cómo es que a Dios sólo le complacen las almas de las personas perfectas? ¿Para qué existe entonces?». Y se lo conté todo… Ya he contado esta historia muchas veces… (Calla).
Tenemos un sacerdote joven ahora… Y se me echó a llorar, el pobre. «¿Cómo es que todavía estás viva y no has ido a parar a un manicomio? —me dijo—. ¡Qué Dios acoja a vuestra hija en el Reino de los Cielos!». Y rezó por mi niña… La gente ha dicho de todo. Que si se mató por despecho, o porque estaba borracha. Todos saben que los militares desplazados a Chechenia beben sin parar, lo mismo los hombres que las mujeres. No sabe cuánto dolor me he tenido que tragar, si sabré yo lo que es sufrir…

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