Mondadori, 1997. 300 páginas.
Tit. or. La promesse de l’aube. Trad. Noemí Sobregués.
Autoficción sobre la infancia y juventud del autor, con una relación muy peculiar con una madre empeñada en que su hijo triunfara en cualquier campo y los intentos de ese niño por complacer a su madre y llegar a ser alguien.
Según leo por ahí aunque el protagonista se llame como el autor y comparta peripecias no todo lo que está aquí es cierto, aunque se le parece. Una vida llena de peripecias de un escritor que ganó el premio Goncourt dos veces por escribir con pseudónimo. Y tuvo que reírse al leer en la prensa que su prosa ya sonaba vieja mientras que la de Émile Ajar (su pseudónimo) era fresca y llena de vida.
Mucho humor y mucha ternura en un libro que se bebe a tragos, como la vida que cuenta, llena de personajes descritos con cariño y a los que en muchos casos tocó la muerte. Como al propio autor, que se suicidó con 66 años. Otras reseñas: La promesa del alba y La gran tomadura de pelo literaria de Romain Gary.
Muy recomendable.
La vida es joven. Al envejecer, se hace duración, se hace tiempo, se hace despedida. Se lo ha llevado todo, ya no le queda nada que darte. A menudo voy a los lugares frecuentados por la juventud para intentar reencontrar lo que he perdido. De vez en cuando reconozco el rostro de un compañero al que mataron a los veinte años. A menudo son los mismos gestos, la misma risa, los mismos ojos. Siempre hay algo que permanece. Entonces casi —casi— llego a creer que en mí ha quedado algo de lo que era hace veinte años, que no he desaparecido del todo. Entonces me incorporo un poco, cojo mi espada, voy al jardín con paso enérgico, miro el cielo y lo atravieso. Algunas veces subo también a mi colina y hago juegos malabares con tres, cuatro pelotas, para demostrarles que todavía no he perdido la práctica y que deben seguir contando conmigo. ¿A quién? Sé que nadie me mira, pero necesito demostrarme que todavía soy capaz de ser ingenuo. La verdad es que he sido vencido, pero sólo he sido vencido, y no he aprendido nada. Ni la sabiduría ni la resignación. Me tumbo al sol en la arena de Big Sur y siento en todo mi cuerpo la juventud y el coraje de todos los que vendrán después de mí, y los espero con confianza, mirando las focas y las ballenas que pasan por centenares en esta época del año, con sus chorros de agua, y escucho el Océano; cierro los ojos, sonrío y sé que todos estamos ahí, dispuestos a volver a empezar.
Mi madre venía a hacerme compañía al puente casi cada noche, y juntos íbamos a la borda y mirábamos la estela blanca de donde nacía la noche y las estrellas. La noche se desprendía de la estela fosforescente para subir al cielo y estallar en ramos de estrellas que nos mantenían inclinados sobre las olas hasta las primeras luces del alba, llegando a África, el alba barría el Océano de golpe de un extremo al otro y de repente el cielo estaba ahí, en toda su claridad, mientras mi corazón seguía latiendo al ritmo de la noche y mis ojos seguían creyendo en las tinieblas. Pero soy un viejo soñador y en la noche me resulta más fácil confiarme.
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