Salto de página, 2014. 172 páginas.
La llegada de la crisis está perjudicando el negocio del protagonista, cobrador de morosos. Un amigo le recomienda que use los servicios de un matón ruso para poner firmes a los que no quieren pagar, pero él se resiste. Porque además de abogado tiene ínfulas de escritor y pertenece al Colectivo, un grupo de intelectuales de izquierda.
Un libro bastante divertido, con su dosis de crítica a aquellos que dicen ser de izquierdas pero llevan una plácida vida burguesa, con un protagonista incapaz de tomar decisiones al que la vida arrastra a sitios donde no quiere estar.
Una novela simpática sin muchas pretensiones, agradable de leer, pero nada más.
Pensaba que esa misma noche —la reunión terminó pronto y no hubo aquelarre etílico— celebraríamos mi triunfo con una intensa pugna amorosa. Sin embargo, sólo hubo una estúpida discusión: Ortiz de Echagüe siempre te apoya, dice ella. Prueba clara de ello es su actitud de esta tarde-noche. Pero yo, supuestamente, le tengo manía y no le trato con suficiente cariño. Esa gilipollez ha sido el leit motiv de nuestra conversación nocturna, mantenida mientras sorbíamos nuestro tazón de sopa y degustábamos nuestra ensalada verde de todas las noches. No, ella no me ha bajado la bragueta y me ha chupado la polla. Tampoco se ha recostado en mis hombros como si fuera su héroe. A las doce y media de la noche estábamos con el pijama puesto y a la una menos cuarto ya estaba soñando con tierras lejanas y peces muertos.
La desidia me desalienta y me arrastra hacia el mal. Pero, ¿qué es el mal? Pregunta inabarcable respondida por miles, incluso millones de pensadores desde que a una mente aviesa se le ocurrió separarlo del bien. Desde aquel infausto día, en el paraíso dibujado por Durero, con el césped cortado al raso y animales pequeños con dentaduras enormes. Aquel infausto día en que Eva mordió la manzana y la zona oculta se desplegó ante nosotros en todo su esplendor. Un terreno ignoto, dominado por los vicios del capital: la envidia, la gula, el odio. Parece indiscutible que el mundo existía mucho antes del advenimiento de Cristo. Hubo persas, asirios, babilonios, chinos, aztecas, civilizaciones que tal vez conocían las dimensiones del Universo: podían surcar los cielos o habrían establecido diálogo con los extraterrestres. A alguno de ellos se le ocurrió la diferencia. Tengo más o menos claro lo que implica el mal para mí: es llamar a Iván y proponerle que colabore en el cobro de todas las carpetas que tengo ahora mismo frente a mí. Ascienden desde el suelo hasta el techo, llenas de morosos que esconden en sus
armarios bolsas de billetes de quinientos euros. El mal es llamar esta misma tarde a una agencia de contactos, concertar una cita con dos prostitutas en un apartamento por horas del centro, encargar también un par de gramos de cocaína —las buenas meretrices garantizan el servicio completo— y pasarme toda la noche follando y metiéndome lonchas. Dejando que me metan un vibrador por el culo, sodomizándolas a las dos, disfrazándolas de enfermeras y de putas parisinas con ligueros y cofia. Y levantarme al día siguiente y, en vez de sentirme culpable y castigarme por todo el mal que he cometido, disfrutar de una felicidad plena porque, por una vez, he hecho lo que me ha salido de los cojones; y luego cancelar mi aportación al Colectivo y pulirme toda esa pasta en la bolsa, el casino o, simplemente, whisky y más farlopa. Sí, eso es el mal, también conocido como la libertad. Pues sí: la actitud de Miriam me lleva al mal.
Iván, por cierto, ha funcionado por primera vez como un auténtico mafioso. Me ha sorprendido, lo que prueba mi infantilismo: que alguien se comporte como se espera resulta lo menos insólito del mundo. Un moroso le ha plantado cara, lo ha arrinconado a gritos en una esquina de su nave industrial, llena de polvo y azulejos rotos. Iván no le ha soltado el guantazo que merecía. Simplemente lo ha empujado. El moroso se ha tambaleado, ni siquiera ha caído al suelo. Lo sé porque el propio Iván me lo ha dicho, así que tal vez al empujón le haya seguido un puñetazo o una amenaza de muerte. Espero no saberlo nunca porque supongo que al moroso no se le ocurrirá llamarme. De hecho, ya ha saldado su deuda. En efectivo, sin negociar ni un euro de descuento. Por supuesto, he reprendido a Iván. Nunca debería responder a las provocaciones. Nunca, incluso cuando no existe otra opción.
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