Ya en estas páginas reseñamos el libro con el subtítulo de este Manual de literatura para caníbales. Ahí se hablaba de una familia de escritores que siempre llegaban tarde a todos los movimientos y esto era una excusa para hablar de manera didáctica de todo ellos.
Estas señales de humo pueden considerarse una precuela, y con la excusa un tanto peregrina de un catedrático que viaja en el tiempo (de manera mental y habitando otros cuerpos) repasa los comienzos de la literatura en nuestro país, desde aquellas jarchas hasta el Lazarillo de Tormes. Todo con una visión política en defensa de la literatura popular y aprovechando para iluminar textos que siguen teniendo brillo.
Por momentos me ha recordado al infinito en un junco, porque tiene momentos que emocionan (dejo abundancia de muestras para que se hagan una idea, casi siempre dejo fragmentos que me han tocado de alguna manera, si hay varios es porque lo merecen). Me ha sobrado un poco el mínimo armazón de fantasía que desarrolla el autor para que no sea un ensayo, pero tampoco molesta demasiado.
Muy bueno.
Hasta 1948 así comenzaba la literatura española para generaciones de bachilleres: con la mirada atrás del Cid al partir hacia el destierro, con aquellos «uços sin cañados» y las «alcándaras vazías», y el encuentro en Burgos con la «niña de nuef años», la marisabidilla que le dice: «Cid, en nuestro mal vos non ganades nada».
Aquel enjuto y melancólico muchacho que fui ya tuvo que estudiar en COU las jarchas y sabía que nuestra literatura no empezaba con un monumental poema épico, sino con estrofas como pedradas; no con las gestas de un héroe, sino con la voz de una mujer; no en Castilla, sino en tierra de moros; no con batallas y ejércitos, sino con cuerpos desnudos que se buscan en la penumbra.
Sobre el rotundo pedestal del Cantar de Mío Cid casi no queda más remedio que construir una patria, una religión verdadera, el bien común, el orden social y todas las instituciones, himnos, banderas, jerarquías y potestades correspondientes. Sobre guijarros, piedras de río, cantos rodados; con una mujer que llora, canta, suspira y solo quiere volver a abrazar a su habibi, ¿qué podría haberse levantado? ¿Qué paredes de humo, qué torres de niebla, qué murallas de agua?
Así no íbamos a ninguna parte. Por eso las jarchas permanecieron escondidas e incluso en mi libro de COU apenas eran una anécdota casi a pie de página.
En cierta película de Stanley Kubrick hay un primate que por primera vez utiliza una herramienta: hace palanca con un hueso. 2001: Odisea del espacio, yo la he visto. (Jorge, otro Jorge, en veinte años de tarima en cada curso es el mismo muchacho condenado a ver cumplidas esas minúsculas ambiciones que le han dejado concebir: la moto Bultaco, la tele de plasma, el abono en el Santiago Calderón, el piso con ventanas de carpintería metálica que dan a un descampado; siempre resignado a desear tan poca cosa). Esa es la película, Jorge. Pues alguien utilizó también por vez primera nuestra herramienta más valiosa, una lengua romance, para hacer algo asombroso e inolvidable.
No fue un rey ni un guerrero ni un clérigo. Ni siquiera un hombre. Fue una mujer. Ni siquiera una dama, sino una cualquiera, sin patrimonio ninguno ni más autoridad que su cuerpo y su deseo, su dolor y su miedo. Tampoco utilizó su lengua romance como instrumento de poder, como sucede en la película, donde aquel hueso se convierte en la quijada de Caín. Solo era una mujer que deseaba algo, aunque no sabía qué: por eso necesita la canción, el poema; para descubrir qué era lo que quería. Por eso lo inventa de una forma tan natural que no parece que se le ocurra, sino que le ocurre; que no dice, sino que es.
Tenía que ser cosa de brujas en torno a la hoguera, donde se reúne la perdida gente, las cautivas almas, los egipcianos a la deriva, sin hogar ni parroquia, ante los que solo se abre, como ante los infelices Jorges, «l’empire familier des ténèbres futures»
Nos contamos historias, desde la época de las cavernas hasta estos tristes tiempos de cafeterías con aire acondicionado, para construir y para explicarnos nuestras propias emociones, para transmitir lo que hemos aprendido sobre cómo hay que vivir. Nos contamos sin parar unos a otros, en forma de historias, nuestros amores y divorcios, los problemas laborales, el reparto de las herencias, nuestra reacción ante la adversidad, nuestra juventud, lo que pensamos de nosotros mismos y de quienes nos quieren (nunca lo suficiente) o nos rechazan (jamás por nuestra culpa). Recibimos sin parar modelos, patrones que nos enseñan qué debemos sentir, siempre a través de las ficciones narrativas: en películas, en canciones, en historias, en leyendas; en la vida de los héroes, de los santos, de los famosos; en novelas, en series de la tele, en rumores de barrio, en cotilleos de oficina. Así es como aprendemos qué es ser una buena madre, un marido, un hijo, un empleado, un jefe o qué debemos sentir ante una larga y penosa enfermedad.
La historia de Rodrigo y la pérdida del reino dio origen a un ciclo entero de romances y a la temprana novela de caballerías de Pedro del Corral, la Crónica del rey don Rodrigo con la destruyción de España, de 1430. ¿Por qué? Pues porque es una narración que nos cuenta algo sobre nosotros mismos. ¿Qué os dice a vosotros?
Que es peligroso cumplir los deseos. (Yessi, casi distraída, casi desinteresada, con media sonrisa irónica). Pero no podemos dejar de hacerlo, vale la pena. (Olga, con entusiasmo).
¿A pesar de las consecuencias, aunque haga daño a otros o a uno mismo? ¿Por qué vale tanto la pena, Olga?
Para saber quiénes somos. (Cristina. Siempre hay, en cada curso, un día en el que la exuberante, de quien nadie esperábamos nada, nos sorprende a todos). Si no sabemos cuál es nuestro deseo, nunca nos conoceremos. (Jorge, que no puede callarse. ¿Lo dice porque quiere atraer a Cris, que vuelva la cabeza y vea su cazadora nueva, o lo ha pensado?). ¿Y si lo que sabemos de nosotros no nos gusta? ¿Y si nuestro deseo nos convierte en otra persona? (Olga. Puede que acabe de entender en ese instante cómo acabará su rendición a Jorge y tal vez dónde: en los lavabos de esa discoteca Zodiak que está en el polígono de Sanchinarro, volviendo sola a casa al amanecer, mordiéndose los labios para no llorar).
Las emociones se construyen y pueden ser aprendidas; por tanto también es posible desaprenderlas, desmontarlas, deconstruirlas; si las narraciones se escriben, pueden también ser leídas, descifradas y des-escritas, impugnadas y puestas al descubierto. ¿Hay que luchar hasta el final contra la larga y penosa enfermedad que acabará venciéndonos, tal y como nos enseñan ahora? ¿Y por qué no rendirse desde el primer momento? ¿Es más España la fantasía de los godos nobles y ociosos e ignorantes o los ocho siglos de musulmanes cultos? ¿O tal vez los laboriosos judíos, que también fueron expulsados?
Leer es un acto tan decisivo como escribir. Quien escribe no desmonta un mito, esa es la tarea de los que leemos. Si no sabéis leer, siempre estaréis indefensos frente al poder. Quien escribe construye mitos, otros mitos. El tablero de juego de la literatura, el campo de batalla, son las representaciones imaginativas. Esa es la guerra en la que combatimos, la que empezó con los juglares contra los clérigos.
Lo único que poseemos y nadie nos podrá quitar, decía Diógenes, son las representaciones imaginativas. En otras palabras, la imagen que tenemos de nosotros mismos: quiénes pensamos que somos y qué pensamos que nos ha sucedido. Por eso escribir y leer son actos políticos, forman parte de esta lucha tan interminable como desigual. ¿Qué pensaban de sí mismos los ciudadanos del siglo XIX, lo que nos cuenta Galdós o lo que nos cuentan los folletines sentimentales que el propio Galdós leía? ¿O quizá lo que cuentan folletines como María, la hija de un jornalero, de Ayguals de Izco, que leía todo el mundo? ¿Qué imagen ha prevalecido sobre la posguerra franquista, la de La colmena o la de La Plaça del Diamant? ¿El legionario Cela, el delator, va a contarnos de dónde venimos? ¿O quizá nos lo cuentan Corín Tellado y las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, que, leídas en un vagón de metro, también tratan de la posguerra? ¿Qué sabemos de la Edad Media, de la imagen de sí mismos que tenían en ese tiempo? ¿Lo que cuenta el gran Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, conde del Real de Manzanares y señor de Buitrago y de Hita; o lo que nos cuenta Juan Ruiz, un quídam, un piernas, un don nadie arcipreste por los caminos de la sierra? ¿O quizá lo que cuentan la Danza de la Muerte o las Coplas de la Panadera, esas que los juglares recitaban a quienes no sabían leer ni comer con cubiertos?
La impresión de una mano en la pared de la caverna no es narrativa. Esa mano son las jarchas. Es el corazón grabado en la corteza de un árbol. El nombre escrito tras la puerta del baño. Es cuando vas por el campo y de pronto te acuerdas.
Una escena de caza en cambio ya es una narración, como lo eran las historias que se contaban en torno al fuego, dentro de la cueva.
En nuestro romance hispánico, la primera mano en la pared son las jarchas. Casi al mismo tiempo, la primera voz junto al fuego es la narración del Cantar de Mío Cid.
Si ahora mismo, al ir a sentarme sobre la mesa, me cayera de culo al suelo, ¿qué sucedería, gente del porvenir, notarios del mañana? ¿No os reiríais? (Claro que sí, a carcajadas como lo hace Jorge, con la timidez de Olga o la sonrisa lánguida de Yéssica). Eso es el humor: al fin y al cabo el que se ha caído soy yo, vosotros lo veis desde fuera, ahí sentados.
¿Y si sigo en el suelo? ¿Y si de pronto os dais cuenta de que me he hecho mucho daño? ¿Qué sucede entonces? ¿Qué pasa con esas risas? ¿A que ya no tiene ninguna gracia? Eso es la compasión: os ponéis en mi lugar, imagináis mi dolor, lo padecéis conmigo.
Cuando alguien puede escribir en estéreo, con humor y compasión, desde fuera y desde dentro al mismo tiempo, el resultado es Lazarillo, ese niño que acaba siendo pregonero, y del que nos reímos y nos compadecemos, al que vemos desde su interior y a cierta distancia; es don Quijote, que nos hace reír y al mismo tiempo nos da lástima. Son las novelas de Galdós y Dickens, las de Tolstói y Dostoievski. Es la ficción narrativa moderna, que empieza con ese muchacho nacido en el río, cuya corriente le ha llevado hasta nosotros para enseñarnos cómo contar una vida, cómo entender la nuestra.
Así escribió el maldito autor del Lazarillo, tal y como lo hizo Cervantes, que empieza el capítulo XI del cuarto libro de Persiles y Sigismunda («Donde se dice quién era Periandro y Auristela») con estas misteriosas palabras, que resuenan como dichas «a cuatro metros de altura»:
Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto.[11]
¿Cuál es ese punto? ¿A qué profundidad, a qué altura se encuentra? ¿Dónde se enlazan, suspendidos en el vacío, el bisonte y el cazador? ¿En qué se ha convertido Cervantes para poder llegar a ese lugar desde el que nos está escribiendo, donde el bien y el mal acaban abrazados?
Cuenta el licenciado Márquez Torres en la aprobación de la segunda parte del Quijote que ciertos caballeros franceses que habían venido con el embajador, «apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían sus obras».
Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?».
Siempre hay un gracioso de buen corazón, en este caso otro francés que dijo: «Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo».
Lejos de uniformar a los esclavos, los poderosos no han hecho sino exacerbar el individualismo, para controlarnos y para protegerse. Esa fue el arma química del petrarquismo: la interioridad en la que cada uno es singular; el amor, del que cada uno puede ser el protagonista único y excepcional. Así es como los explotados hemos acabado perdiendo ese sexto sentido que, según Augusto Monterroso, permite a los enanos reconocerse unos a otros a simple vista. A ese sexto sentido también se le suele llamar conciencia de clase. Un desahucio, un despido o perder la cobertura sanitaria es algo que solo le puede ocurrir a otros, porque son distintos de nosotros, que somos únicos, y cada uno nos vestimos como nos da la gana y tenemos garantizado el derecho a elegir el color de nuestro móvil y nuestro propio perfil en las redes sociales. Para saber quiénes somos, también es necesario saber cuántos somos. Solo entonces la solidaridad se podrá convertir en resistencia efectiva. No hay que ser uno mismo, gente del porvenir, por mucho que lo repitan los poetas y las compañías telefónicas: hay que ser otro, todos los demás.
Digan lo que digan, el tamaño importa. Tenemos que ponernos uniforme para reconocernos unos a otros y saber que, si no somos iguales, somos mentira de nosotros mismos, como un huerto deshecho. Ahora ya los únicos que tienen conciencia de clase (e intereses comunes que defender) son los explotadores. Los demás tenemos que hacer recuento, «nómina de huesos» (diría César Vallejo), para saber cuántos somos y por tanto quiénes somos. Solo así es posible la transformación social, que también desencadena la individual: la posibilidad de ser otro. Frente al derecho propugnado por los poderosos de ser uno mismo, se alza el derecho y el deber de ser todos los demás.
La guerra no ha terminado.
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