Peter Stamm. En jardines ajenos.

octubre 10, 2018

Peter Stamm, En jardines ajenos
Acantilado, 2006. 150 páginas.
Tit. Or. In fremden Gärten. Trad. María Esperanza Romero.

Incluye los siguientes relatos:

La visita
La pared en llamas
En jardines ajenos
Toda la noche
Como una niña, como un ángel
Fado
Todo lo que falta
La parada
Deep furrows
El experimento, el beso

Como estoy escribiendo esto más de dos años después de leer el libro maldita sea si me acuerdo de algo. Sólo una cosa, no me gustó demasiado y pensé que la fama de Stamm -que me venía muy recomendado- no era para tanto.

Si quieren saber de qué va el libro aquí: En jardines ajenos. Si quieren una crítica elogiosa aquí: En jardines ajenos. Y si quieren ver lo que yo pienso aquí: Literatura de descansillo.

Al principio los hijos aún tenían las llaves de casa. Regina casi había tenido que obligarlos a coger aquellas llaves grandes y viejas. Consideraba normal que las tuvieran. Pero, con los años, uno a uno fueron devolviéndoselas. Que temían perderlas, dijeron, que al fin y al cabo estaba el timbre y ella no se movía de casa. ¿Y si pasaba algo? Sabían perfectamente dónde estaba escondida la llave del sótano.
Pero en una ocasión sí se quedaron los tres. Fue cuando Gerhard agonizaba. Regina los llamó y ellos acudieron enseguida. Fueron al hospital, y allí se quedaron alrededor de la cama sin saber qué decir ni qué hacer. Por la noche se turnaron, y el que no estaba en el hospital estaba en casa. Regina hizo las camas y se disculpó, porque en la habitación de Verena estaba la máquina de coser y en la de Otmar el gran escritorio que Gerhard había comprado por muy poco dinero cuando la empresa renovó el mobiliario.
Regina se tumbó a descansar un poco, pero no consiguió dormir. Oyó a los hijos hablando por lo bajo en la cocina. A la mañana siguiente fueron juntos al hospital. Verena miraba constantemente el reloj, y Otmar, el mayor, hablaba por su teléfono móvil, cancelando o posponiendo citas. Hacia el mediodía el padre falleció, y Regina y los hijos regresaron a casa e hicieron lo que tenían que hacer. Pero esa misma noche se fueron todos. Verena preguntó si iba todo bien, si la madre podía arreglárselas sola, y prometió volver temprano al día siguiente. Cuando se marcharon, Regina se quedó mirándolos y vio cómo conversaban delante de la casa. Sintió que estaba a merced de ellos. Sabía de qué hablaban.
Tras la muerte de Gerhard la casa estaba más vacía que antes. Durante el día Regina ya no abría los postigos de las ventanas del dormitorio, como si tuviera miedo a la luz. Se levantaba, se lavaba y preparaba café. Iba hasta el buzón y recogía el periódico. Al dormitorio no volvía a entrar en todo el día. Algún día, pensó, ocuparía sólo el salón y la cocina y pasaría por las otras habitaciones como si en ellas vivieran extraños. Luego se preguntó qué sentido había tenido comprar aquella casa. Habían pasado los años, los hijos vivían ahora en sus propias casas, acondicionadas a su gusto, más funcionales y más llenas de vida. Pero también esas casas quedarían un día vacías.
En el jardín había una pequeña pila en la que se bañaban los pájaros, y en invierno, mucho antes de que llegara la nieve, Regina les daba de comer. Colgaba pequeñas bolas de grasa en las ramas del arce japonés que había delante de la casa. Durante un invierno muy frío, el árbol se congeló; a la primavera siguiente, ya no retoñó y hubo que talarlo. En verano, Regina dejaba abiertas las ventanas del piso de arriba esperando que algún pájaro o algún murciélago perdido se metiera en las habitaciones e hiciera allí su nido.

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