Libros del asteroide, 2017. 144 páginas.
Un escritor argentino hace un viaje de un día a Uruguay para cobrar unos adelantos y evitar que los impuestos se queden con una gran parte del pago. Tiene, además, la intención de encontrarse con una uruguaya que conoció en un encuentro literario y continuar una aventura extraconyugal que apenas comenzó.
Me venía muy bien recomendado, es un libro que se ha vendido mucho y está editado por una editorial en la que confío. Por eso mi decepción ha sido más grande. A ver, méritos no le faltan: es entretenido, no está mal escrito (buenos diálogos) y tiene algunas anécdotas que me han interesado.
Pero… es un libro completamente intrascendente. Me he quejado en otras entradas de este cuchitril de la inanidad de ciertas historias escritas por jóvenes a los que les parecen interesantes cosas que no tienen ningún interés. Mairal no es ningún chaval pero me ha dado la misma sensación. Un ejemplo, cuando el protagonista habla de su hijo dice cosas con las que cualquier padre se puede identificar. Pero de una manera que estaría bien para una entrada de facebook, pero no para una novela. Literatura de redes sociales.
También me quejaba, en esos comentarios a obras de autores jóvenes, de que planteaban cebos que quedaban en nada. Más decepcionante me ha resultado un cebo que sí se cumple, por obvio. Y aunque tiene -y nombra- la posibilidad de hacerlo más oscuro decide dejarlo de lado. Los comentarios del profesor me han parecido más de autoayuda que de alguien que se dedica al oficio.
Al final se redime un poco, básicamente porque el protagonista deja de comportarse como un adolescente y madura (a la fuerza, eso sí). Lo bueno es que es un libro breve y se lee en dos patadas.
Se deja leer.
Y esa mañana justo había mirado tus aros en el baño, aros largos, plateados, caros, tirados ni bien llegaste esa noche y te sacaste el maquillaje, la máscara que no vi, y me acordé de esa expresión caribe: anda columpiando los aretes con cualquiera. ¿Quién te columpiaba los aretes, Catalina? Tus aros de Ricciardi bamboleando en el galope sexual, tus aros de avenida Quintana tintineando en el zarandeo de la trampa, sonando como los caireles de la araña en pleno sismo. La directora de desarrollo de la Fundación Cardio Life entrechocando su pelambre pélvica con el miembro de un miembro del directorio ejecutivo de la misma. Algún mediquito creído, con buen auto, algún catolicón de misa de country, un exrugbier cardiólogo, de cuello ancho, de estampita de bautismo de cada hijo en la billetera, de consultorio estilo inglés, lámpara verde de caballo de bronce, boisserie, medio oscuro en la sala de espera, grabados de caza de zorros, un caballo saltando una cerca, la jauría alborotada, el empapelado bordó, la secretaria vieja aprobada por la mujer, tratando de cubrir y coordinar sus compromisos inesperados.
Por fin el tipo se calló.
Acepto que yo estaba nervioso, los cables medio pelados, inquieto, corrido hacia adelante. Ahora sí se empezaba a ver, detrás de los campos, un horizonte azul. Estábamos por cruzar un puente sobre el río Santa Lucía. ¡El mar! Se abría el paisaje, unas barrancas, la tierra terminaba por un instante, y aparecía el agua, el borde del Atlántico, ya estaba ella en la punta de mis dedos, en el aire delante de mi cara, su cara altiva, su desafío en la mirada, un poco entrecerrados los ojos, seria y después con una semisonrisa al borde de la boca, pícara, brava, todo de golpe, como me miró cuando la vi en Valizas por primera vez y la saqué a bailar. Había una rockola en el quincho, y sonaron cumbias y salsa, y alguien puso «Sobredosis de amor, sobredosis de pasión», yo ya venía bailando en el tumulto, una histeriqueada con la poeta chilena pero que le bailaba más a Vega que a mí, y ahí estaba Guerra a un costado con una amiga charlando, el vaso de cerveza en una mano, y la agarré de la otra, y la traje a la pista, quiso venir, ya me había visto, me dijo después, me había escuchado hablar, sonreía, me mantenía la mirada, giraba y me volvía a mirar, enganchados con los ojos, y la fuerza que tenía, la fuerza en las manos, flaca con energía terrestre, nada volátil, un tren bailando, cuando la agarraba de las manos y giraba, o le hacía un falso trompo envuelta en mi brazo, una chica de armas llevar, presente y al choque, flequillo rollinga, el pelo mojado, mini de jean, remera floja sobre el corpiño de la bikini (soutien hubiera dicho ella), y descalza. Todo el verano descalza. Qué mujer más hermosa, qué demonio de fuego me brotó de adentro y se me trepó al instante en el árbol de la sangre. ¿Cómo te llamás? Magalí. Yo soy Lucas. Fuimos a buscar más cerveza.
Había un quiosco a un costado. No me acuerdo mucho qué hablamos. Sé que me erguí como una cobra ante sus ojos con preguntas de curiosidad genuina, muchas preguntas. La hice reír. Me habló. Bailamos más. Tomamos más. No me había leído ni registraba mi nombre. Estaba ahí porque su amiga tenía una editorial de poesía. Me contó que había empezado a estudiar ciencias sociales, que había largado, que trabajaba en un diario a la tarde en Montevideo, estaba por quince días en Valizas, con unos amigos, dijo, medio esquiva en ese tema. La siguiente cerveza hubo que buscarla más lejos, en una despensa calle abajo, un trecho oscuro, y ya a la ida la agarré de la mano y me agarró de la cintura y le di un beso, nos dimos un beso. Largo. Yo estaba muerto y por fin resucité. Estaba ciego y por fin veía de vuelta. Estaba anestesiado y se me prendieron los cinco sentidos otra vez y a máxima potencia. Tengo que tener cuidado, me dijo al oído. ¿Por qué?, ¿estás de novia? Algo así, susurró. Yo estoy casado, tengo un hijo. Ya sé, hablaste de tu hijo en la charla.
Le presté mi suéter, porque tenía frío. Le conté dónde había estado ese día, en la playa, al borde de un arroyo, y que había visto del otro lado una fila de gente subiendo un médano. Iban a Polonio, me dijo. ¿Se puede ir a Cabo Polonio desde acá? Sí, son un par de horas caminando. ¿Vamos mañana?, la desafié. Dudó, calculó cosas incalculables en su cabeza, se puso seria, me dijo: Dale, mañana te muestro, hay que salir temprano.
Volvimos a la fiesta y apareció la amiga, se la llevó de la mano, tenía que ayudarla con unas cajas de libros. Nos despedimos recatados, beso en la mejilla, sin decir nada de la cita al día siguiente. Todavía sonaba la música pero ya casi nadie bailaba. Me quedé ahí parado solo con un vaso en la mano tratando de asimilar el sacudón y pensando que ella me había dicho que no tenía celular y no tenía cómo contactarla. Uno de los organizadores me vio y me dijo medio a los gritos sobre la música: suspendimos la mesa de mañana a las once, quedaste liberado. Cuando dos personas se atraen, una extraña telekinesis abre entre ellos un camino que aparta todos los obstáculos. Así de cursi es nomás. Se hacen a un lado las montañas. Eran las tres de la mañana y me fui a dormir borracho de todo eso, y sin un gramo de culpa.
El vacío rural del camino se fue poblando de a poco. Aparecían galpones de venta de materiales, alguna fábrica, hileras de casas bajas, escuelas. Empecé a escuchar un diálogo en los asientos justo detrás de mí. Una mujer contestaba una pregunta que no llegué a registrar pero que adiviné: el hombre quería saber el motivo del viaje de ella a Montevideo. Había muerto la madre después de una larga enfermedad. Eso siempre es doloroso, decía él, la muerte de un familiar, y decía que cada uno tiene sus maneras de hacer el duelo. Si uno es religioso se asimila mejor. Claro, decía ella, uno tiene la esperanza de que un día la va a volver a ver.
2 comentarios
Completamente intrascendente, bien dicho. Pero Mairal tiene una novela muy buena, Salvatierra.
Ayer la vi en la sección de novedades de la biblioteca, pero a pesar de tu recomandación no me lo llevé… quizás más tarde