Hamlet García es un profesor de metafísica tan indeciso como su tocayo, vive una vida rutinaria al margen de los acontecimientos hasta que la realidad le golpea con toda su crudeza. Acaba de estallar la guerra civil y Hamlet tendrá que encontrar su sitio en un mundo que no entiende y que parece que acaba de descubrir.
Llego hasta esta novela gracias a devaneos: El diario de Hamlet García y también por la conexión riojana, el autor vivió 15 años en Logroño. Emigró, como tantos intelectuales, a México, donde se publicó esta novela en 1944. El autor se dedicó al mundo del cine, abandonando la literatura.
Lo que es una pena, porque si bien no es una novela sublime, la he leído con mucho gusto y nos pinta un retrato de un Madrid en plena guerra civil y aunque el protagonista no esté a favor ni de unos ni de otros y aparezcan representantes de los dos bandos para dar su opinión, no cabe duda de por dónde van las simpatías del autor. Dejo una muestra que me ha sorprendido por lo actual, ya que podría decirse ahora mismo sin cambiar una coma.
Muy bueno.
—Conmigo no va nada, Cloti.
—¡Qué se cree usted eso, señorito! Esta vez va con todos. Ya lo verá. Va a ser un fregao de órdago a la grande.
Detengo la exaltación de Cloti, señalándole mi plato vacío.
—Tráigame lo que sigue, mujer, y no se preocupe tanto.
Ella va y vuelve montada en un relámpago, deja caer el plato de cocido frente a mí y continúa:
—Lo que es esta vez el pueblo no se aguanta. Todo el mundo está preparado para echarse a la calle. Los obreros tienen hasta cañones.
—¿Los ha visto usted?
La Cloti vacila la centésima parte de un segundo:
—¡Los he visto!…
La interrumpo en broma:
—… ¡con estos ojos que han de comer la tierra!
—Sí, señor, así como usted lo dice.
No sé por qué siento una comezón irreprimible, extravagante, y, además, insólita en mis hábitos mentales y sociales, de burlarme un poco de mi criada.
—Esos cañones que usted jura que ha visto, apuntan y se disparan solos, ¿verdad?
La Cloti, un poco cortada.
—No, señor.
—Entonces, ¿quién los maneja? ¿El gremio de albañiles o el de las Artes Blancas?
Como los cañones son producto de una hipérbole, la Cloti se deshace de ellos.
—¡Yo qué sé! Usted, señorito, lo toma a chufla, pero ya verá. Con cañones o sin cañones, a tiros o a pedradas, le digo que esta vez los militares no se salen con la suya. Y las van a pagar todas juntas. Ellos y sus amigos, curas y burgueses, que entre todos anda el juego.
—Yo también soy burgués, y no tengo la culpa de nada —digo fingiendo humilde pesadumbre.
La Cloti me lanza una mirada, que juzgo mitad tierna, mitad conmiserativa, y dice alegremente:
—¡Usted qué ha de ser burgués, hombre de Dios! ¡Burgués! ¡También son ganas de presumir!
—Los hombres como yo, burgueses como yo, hicieron la Gran Revolución francesa.
La Cloti ríe, riendo se acerca a mí, me aprieta los hombros con sus manos y logra decir:
—Perdóneme, señorito, pero los hombres como usted no han hecho en su vida nada que valga la pena.
Me siento herido en una fibra extraña de mi vanidad. Balbuceo:
—Está usted equivocada. Las enciclopedistas eran hombres como yo y fueron ellos…
Me detengo. Advierto que me he cogido los dedos en mi propia trampa. Quise burlarme y soy el burlado. Tengo la impresión de que en este terreno mi criada es, dialécticamente, más fuerte que yo. Este convencimiento no me produce ninguna amargura, pero archivo el dato corroborador de otros recogidos en días pasados y no vuelvo a hablar una palabra.
—A mí, no. Al contrario. Me estimula, me aguijonea. Verás. El primer día hice examen de conciencia y hallé que mi posición era clarísima, sin sombra de duda. Jamás pertenecí a ningún partido político. Les tuve y les sigo teniendo horror. Reconozco su necesidad práctica, pero también son prácticas las bicicletas y nunca las utilicé, ni es probable que las utilice. Si ésta fuera una lucha entre partidos políticos yo me inhibiría tranquilamente. Yo soy eso que se llama ahora, un pequeño burgués, liberal, escéptico, sin ninguna fe positiva muy fuerte. No creo en la palanca milagrosa. El señor Arquímedes y su famoso punto de apoyo para mover, instantáneamente, al mundo tendrán algún valor en el orden físico, pero se lo niego en el orden moral y social. Los Arquímedes políticos modernos pretenden transformar el planeta con el brazo de palanca de un partido y el punto de apoyo de un pueblo sacrificado. Me parece una majadería y odio profundamente las majaderías. Pero, en fin y desde un punto de vista humano, un gran majadero, un enorme, brutal, bárbaro, congénito, majadero me parece respetable. Es como es, no puede ser de otra manera, porque nació con esa inclinación, ¡qué le vamos a hacer! Le aplico, dentro de mí —no tengo otro campo de acción—, la fórmula calderoniana del alcalde de Zalamea frente al capitán burlador de su hija: «con muchísimo respeto os he de ahorcar, vive Dios». Pero ¿qué me dices, Hamlet, de la majadería imitada, de la estupidez imitada que, además, contradice la radical esencia de nuestra manera de ser, que quieren imponernos los sublevados? En este caso sirve la horca, pero sobra el respeto.
—Muy sanguinario te veo.
Lazcano sonríe.
—No te asustes. Son ajusticiamientos incruentos. La sangre que yo derrame no llegará al río. Quiero decir que con estas operaciones de eliminación aclaré, el primer día, una parte de mi actitud frente a la sublevación, la parte personal. José Lazcano, pequeño burgués, liberal que se considera como individuo entidad suficiente protesta. Pero todavía quedaba otra parte, la de José Lazcano, español. Pertenezco a una entidad colectiva que se llama España. ¿Mis repugnancias personales coincidían o no con los intereses de España? El problema era grave porque una desarmonía de esta índole me hubiera destrozado por dentro y por fuera. Pronto llegué a un acuerdo conmigo mismo. Las clases sociales sublevadas, por el simple hecho de sublevarse ya eran enemigas de España. Juzga los terribles, irreparables daños que, hasta ahora, por su culpa, le han sobrevenido al país y no hemos hecho más que empezar.
—¿Tú crees que la guerra será larga?
—Muy larga… Un año, dos, que sé yo… Es una guerra civil a la española…
Su vaticinio me estremece. Percibo en Eloísa un estremecimiento parejo. Lazcano prosigue:
—Pero, además, las clases sociales sublevadas, Ejército, Iglesia, aristocracia, han sido durante siglos los soportes del Estado monárquico español y responsables con él de todas las desventuras nacionales. Cinco años de ausencia del poder las ha enloquecido de rabia, les ha creado una mentalidad catastrófica, de chulo baratero: «mía o de nadie». No tienen ninguna razón y su predominio sería una desgracia nacional espantosa. José Lazcano, español, protesta por patriotismo, con todas sus potencias.
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