Al contrario que los últimos libros que he reseñado, esto no son cuatro cuentos de un mismo tema mal juntados. Es una selección cuidada, acompañada de prólogo y muy bien puesta en contexto. Sí, los relatos son clásicos, pero en eso radica su virtud. La lista es la siguiente:
Maese Cornélius (H. de Balzac)
La tragedia del señor Higginbotham (N. Hawthorne)
Tú eres el hombre (E. A. Poe)
El robo del elefante blanco (M. Twain)
El maestro del misterio (J. London)
Un abono excelente (R. Graves)
Humo (W. Faulkner)
La zambullida (R. Dahl)
Mi única pega es al primero, no por su calidad, sino porque ocupa casi la mitad del libro. Eso sí, es curioso pensar en Balzac como en uno de los fundadores del género policíaco. El resto ya los había leído varias veces pero son tan buenos que pueden leerse varias más. El de Hawthorne es otro antecedente del género, el de Twain es una parodia divertidísima y el de Faulkner, junto con todos los incluídos en Gambito de caballo, un ejemplo de que estos cuentos pueden cobrar altura literaria sin perder de vista los mecanismos del gnénero.
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (164/365)
Extracto:
La dificultad se resolvía suponiendo que el narrador hubiera cometido un error de un día en la fecha del suceso; por ello, nuestro amigo no dudó en comentar el acontecimiento en todas las posadas y en todas las tiendas de pueblo del camino, gastándose un atado entero de capa española entre la veintena o más de públicos horrorizados. Descubría que era invariablemente el primer portador de la noticia, y lo abrumaban tanto a preguntas que no pudo menos de completar los detalles, hasta que aquello se convirtió en una narración muy respetable. Se encontró con un dato que corroboraba el caso. El señor Higginbotham era comerciante, y un antiguo dependiente suyo, a quien relató los hechos Dominicus, confirmó que el anciano caballero tenía la costumbre de volver a su casa a través del huerto de frutales, al caer la noche, llevando en el bolsillo el dinero y los papeles de valor de su comercio. El dependiente no manifestó gran pesar por la tragedia del señor Higginbotham, dando a entender lo mismo que había descubierto el vendedor ambulante en sus tratos con él: que era un viejo cascarrabias, de la orden del puño6. Heredaría sus bienes una sobrina suya muy bonita que era maestra de escuela en Kimballton.
Entretenido en contar la noticia para el interés público y en hacer tratos para velar por sus propios intereses, Dominicus se retrasó tanto en su camino que decidió hacer noche en una posada situada unas cinco millas antes de Parker’s Falls. Después de la cena, encendiendo uno de sus mejores puros, se acomodó en la taberna y repitió la historia del asesinato, que había crecido tanto que tardó media hora en contarla. Había hasta veinte personas en la 6 Coloquialmente se aplicas a las personas egoístas y avaras.
sala, diecinueve de las cuales lo aceptaron todo como si fuera el Evangelio. Pero la vigésima era un granjero de edad avanzada, que había llegado a caballo hacía poco tiempo y que estaba sentado entonces en un rincón fumando su pipa. Cuando concluyó el relato, el granjero se puso de pie muy despacio, colocó su silla enfrente de la de Dominicus y se quedó mirándolo de hito en hito, echando al vendedor ambulante el humo de tabaco más infame que este había olido en su vida.
—¿Estaría dispuesto a hacer una declaración jurada —le preguntó, con el tono de un juez de pueblo que hace un interrogatorio— en el sentido de que el viejo propietario señor Higginbotham, de Kimballton, fue asesinado en su huerto de frutales anteanoche, y de que lo encontraron ahorcado de su peral grande ayer por la mañana?
—Yo lo cuento como lo oí contar, señor mío —respondió Dominicus, dejando caer el puro que tenía consumido a medias—. No digo que fuera testigo de vista. De manera que no puedo jurar que lo asesinaran exactamente de esa manera.
—Pero yo sí que puedo jurar que si al propietario señor Higginbotham lo asesinaron anteanoche, yo me tomé un vaso de cerveza amarga con su espíritu esta mañana. Como vecino mío que es, me llamó desde su tienda cuando yo pasaba por delante a caballo, me hizo entrar, me convidó y después me encomendó un pequeño recado para que se lo hiciera por el camino. No dio muestras de tener más noticias de su asesinato que yo mismo.
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