Nick Carter. La muñeca china.

mayo 8, 2020

Nick Carter, La muñeca china

No sé dónde leí un elogio de Nick Carter y sus novelas pulp que -según decía quien lo recomendaba- tenía una calidad por encima de lo habitual. Bien, no es verdad. Es una novela de intriga con todos los tópicos del género y alguno más que se me hizo intragable. No pongo enlaces a otras reseñas porque nadie ha tenido narices de leerla.

Infumable.

Y como estaba fastidiado, había elegido su último día en Nueva York para atornillar un poco las cosas. Nick estaba sentado en la última fila del grupo ruso de la Asamblea General y pensaba en la perversidad del hombre. La cabeza calva se movía muy atareada un poco más abajo, expeliendo bruscas, concisas frases. Que alguien estuviese hablando en la tribuna no tema al parecer para él la menor importancia.
El presidente ruso había anunciado que, al final de la sesión de la mañana, intentaría pasear por el jardín de rosas con el secretario general, U Thant. Y lo peor era que se había invitado a los periodistas y fotógrafos.
Nick maldijo en voz baja. ¿Por qué diablos Krus-chef no habría esperado a llegar a Rusia y pasear en su propia rosaleda?
La sesión había terminado, al menos para la delegación rusa. Se levantaron, charlaron entre ellos, y abandonaron el salón de la Asamblea. No hubo escándalo ni gritos de «Asesinos rusos» cuando salieron, ya que durante los días en que estaba presente Kruschef siempre se despejaban las galerías.
Al observar su marcha, el individuo que estaba hablando en la tribuna se apresuró a terminar su discurso. Si tenía que ocurrir algo en la rosaleda, deseaba estar allí para verlo. Su país tenía una razón especial para odiar a Kruschef y el sistema soviético.
Los corredores públicos también se hallaban extrañamente silenciosos. Miles de iracundos turistas habían sido alejados de las puertas. Guardias de seguridad con rifles patrullaban por el edificio y los terrenos circundantes. Los helicópteros de ,1a Policía volaban por encima del East River.
Mr. Kruschef y su grflpo se metieron en dos de los ascpnsores descendentes hacia el primer sótano.
Hubo muchas carcajadas forzadas y frases nerviosas, pronunciadas con gran variedad de acentos regionales. Nick, cuyo ruso era bueno, pero completamente moscovita, entendió que encontraban muy risible andar tanto por el interior de un edificio para salir fuera.
Todos se encaminaron hacia las puertas de cristal que conducían al jardín. Nick se abrió camino a través de un grupo de delegados rusos de orden menor, hasta situarse detrás de Kruschef.
Unas cuantas rosas estaban despuntando valientemente, ya que el verano indio había favorecido a uno de los mejores jardines de Nueva York. Sin embargo, sólo un hombre obstinado habría insistido en detenerse a admirar algo más que los restos del verano y la baja niebla del río.
Nick hizo un último intento.
—Señor —dijo en ruso—, medítelo. Ordinariamente, usted ha estado completamente a salvo, pero…
El regordete ruso le atajó con una frase concisa y enfática y se apartó de él. Zabotov sonrió, mirando a Nick.
—Se ha portado usted muy bien, amigo. Y ahora él cree que no existe ningún peligro. De todos modos, espera que usted le proteja de todo.
—He oído lo que ha dicho —rezongó Nick—. Y ahora, usted también tiene que mantener bien abiertos los ojos y los oídos. ¡No creo que vaya usted a ganarse una medalla si a él le ocurre algo!
El ruso le envió una mirada maligna.
El secretario general, sereno e imperturbable, se reunió en el jardín con la delegación rusa. Periodistas y fotógrafos debidamente autorizados les siguieron poco después. El grupo se transformó en una multitud.

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