Roca editorial, 2018. 348 páginas.
Tit. or. The power. Trad. Ana Guelbenzu.
Las jóvenes de todo el mundo descubren que tienen el poder -parecido al de las anguilas- de generar electricidad y lanzar descargas. El empoderamiento definitivo, porque ahora son más fuertes que los hombres. La historia se centra en la historia de un periodista negro que documenta el fenómeno a través del mundo, una joven que ha sufrido abusos y se convertirá en la líder de una secta religiosa, la hija de un capo de un imperio criminal, una política a la que su hija le ha activado el poder y la megalómana dictadora de un país en el que las mujeres han tomado el gobierno.
Como novela de ciencia ficción la he disfrutado un montón: bien construida, partiendo de un planteamiento inicial muy interesante y viendo cómo se desarrolla, con personajes que tienen sus motivaciones y con un epílogo que explica la presentación del texto que nos cuenta el final que no se termina de contar en el libro. El mecanismo de presentarlo como texto dentro de un texto (parecido al del cuento de la criada) no me ha terminado de encajar muy bien pero compro.
Hay otra lectura, claro. Si estamos hablando de una inversión de poder entre hombres y mujeres hay muchos caminos que la autora puede seguir, y el que ha elegido parece que no ha gustado a todo el mundo. No destripo nada si digo que hay ocasiones en las que las mujeres abusan de este poder recién adquirido. ¿Por qué, si ellas mismas han sufrido esos abusos que están cometiendo? Porque pueden. Ni más ni menos.
Me he encontrado opiniones para todos los gustos. Hay gente que odia la novela. A mí me ha encantado. Por ejemplo aquí: El poder se afirma que es una fantasía revanchista. Me parece que es quedarse en la superficie. Más interesante me parece el análisis capa por capa de aquí: El poder que sin revelar demasiado expone los hilos que teje la autora que van más allá de esa revancha.
Muy recomendable.
Allie llega a la ventana de su dormitorio. La había dejado abierta solo una rendija, empuja la jamba para subirla, se quita los zapatos del cuello y los lanza dentro. Se cuela por la ventana. Luego mira el reloj: ni siquiera llega tarde a cenar y nadie podrá quejarse de nada. Deja escapar una especie de risa, suave y ronca. Le contesta otra risa, y se da cuenta de que hay alguien más en la habitación. Sabe quién es, por supuesto.
El señor Montgomery-Taylor se levanta de la silla como si fuera una de las máquinas de brazos largos de su línea de producción. Allie respira hondo, pero antes de poder pronunciar palabra él le da un golpe muy fuerte en la boca con el dorso de la mano. Como un golpe de tenis en el club de campo. El ruido de la mandíbula es como el de la pelota cuando le da la raqueta.
Su particular furia siempre ha sido muy controlada, muy tranquila. Cuanto menos dice, más enfadado está. Está borracho, lo huele, y furioso. Masculla:
—Te he visto. Te he visto en el cementerio con esos chicos. Asquerosa. Pequeña. Puta.
Cada palabra va rematada con un puñetazo, una bofetada o una patada. Allie no se queda hecha un ovillo, no le súplica que pare. Sabe que así solo consigue que dure más. La obliga a abrir las rodillas, se lleva la mano al cinturón. Le va a enseñar qué tipo de putilla es. Como si no se lo hubiera enseñado ya muchas veces.
La señora Montgomery-Taylor está sentada abajo escuchando polkas en la radio, bebiendo jerez, despacio pero sin cesar, en sorbitos que no harían daño a nadie. No le importa ver lo que hace el señor Montgomery-Taylor ahí arriba por las noches; por lo menos no está por ahí, y esa chica se lo ha ganado. Si un periodista del Sun-Times, interesado por algún motivo en los entresijos de su casa, le pusiera un micrófono delante en ese momento y dijera: «Señora Montgomery-Taylor, ¿qué cree que está haciendo tu marido con esa chica mestiza de dieciséis años que se llevaron a su casa por caridad cristiana? ¿Qué cree que está haciendo para que ella grite y se porte mal?». Si se lo preguntaran —¿aunque quién se lo preguntaría?—, diría: «Pues le está dando una paliza, que es lo que se merece». Y si el periodista presionara —«¿A qué se refiere con «estar por ahí»»—, la señora Montgomery-Taylor haría una leve mueca, como si hubiera percibido un hedor desagradable, luego volvería a dibujar una sonrisa en el rostro y diría, en tono de confidencia: «Ya sabes cómo son los hombres».
Fue en otro momento, años atrás, cuando Allie estaba aprisionada, con la cabeza apretada contra el cabecero y la mano de él en la garganta, cuando la voz le habló por primera vez, con claridad, dentro de su cabeza. Si lo piensa bien, hacía tiempo que la oía en la distancia. Desde antes de llegar a casa de los Montgomery-Taylor; desde que iba de casa en casa y de mano en mano oye una voz baja que le indica cuándo debe andarse con cuidado, la alerta del peligro.
La voz le dijo: «Eres fuerte, sobrevivirás».
Y Allie dijo, mientras él apretaba la mano en el cuello:
«¿Mamá?».
Y la voz dijo: «Claro».
Hoy no había pasado nada especial, nadie puede decir que la habían provocado más de lo normal. Solo es que uno crece cada día un poco, cada día algo es diferente, así que a base de acumular días de pronto algo que era imposible ya no lo es. Así es como una chica se convierte en una mujer adulta. Paso a paso, hasta que está hecho. Mientras él la embiste, Allie sabe que podría hacerlo. Que tiene la fuerza, tal vez hace semanas o meses que la tiene, pero ahora está segura. Ahora puede hacerlo sin miedo a fallar o a sufrir represalias. Parece lo más sencillo del mundo, como tender una mano y darle al interruptor de la luz. No sabe por qué no se ha decidido antes a apagar esa vieja luz. Le dice a la voz: «Es ahora, ¿verdad?». La voz dice: «Ya lo sabes».
Un olor como de lluvia inunda la habitación. El señor Montgomery-Taylor levanta la mirada, cree que por fin ha empezado a llover, que la tierra reseca se está bebiendo el agua a grandes tragos. Piensa que tal vez entra por la ventana, pero el corazón se le llena de gozo incluso mientras sigue a lo suyo. Allie le pone las manos en las sienes, a derecha e izquierda. Siente las palmas de su madre alrededor de sus dedos. Se alegra de que el señor Montgomery-Taylor no esté mirándola a ella sino hacia la ventana, en busca de la lluvia inexistente.
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