Incluye los siguientes cuentos:
Los compañeros de Livingstone
La casa de Inkalamu
Confluencia en el espacio
Africa emergente
Forma parte de una colección que sacó el periódico de grandes autores, libros breves a modo de aperitivo para que probemos un poco. Carne de saldo y de segunda mano que es de donde los saco yo. Nada había leído de la autora y tras esta degustación no creo que me anime a seguir. Cuentos muy bien escritos pero que no han conseguido despertar mi atención.
Los dos primeros se me hicieron eternos. Los dos últimos me parecieron más interesantes, sobre todo África emergente, que me ha parecido el mejor de todos.
Se deja leer.
Yo podía entender que deseara ir sólo por ir; por ver el mundo exterior. Pero no podía creer que a estas alturas deseara o pudiera hacer uso de las disciplinas de una escuela de arte formal. Como le dije entonces, yo sólo soy arquitecto, pero tengo experiencia en el enfoque académico y, Dios nos asista, es frenéticamente no académico en las mejores escuelas, y no es para gente que, volviendo a la jerga, se ha descubierto a sí misma.
Recuerdo que me dijo, sonriendo:
-¿Cree usted que yo me he descubierto a mí mismo?
Y yo le respondí:
-Nunca estuviste perdido, hombre. Aquella primera cabra envuelta en el periódico era tu cabra.
Pero más tarde, cuando le fue negado el pasaporte y el tema de salir al extranjero empezó a ocupar nuestras mentes, hablamos de nuevo. Deseaba ir porque sentía la necesidad de algún tipo de educación general, de base cultural general de la que carecía, tras sus seis años en la escuela negra.
—Desde que estoy en su lugar he leído un montón de sus libros. Y, hombre, no sé nada. Soy tan ignorante como ese chico suyo en el cochecito. Está bien, he captado algo de política, unos cuantos términos de arte aquí y allá, puedo agitar la cabeza y decir con propiedad «valores plásticos». Pero, hombre, ¿qué sé de la vida? ¿Qué sé acerca de cómo funciona todo? ¿Cómo sé cómo hago lo que hago? ¿Por qué vivimos y morimos? Si sigo aquí, puede que acabe tallando bastones -añadió. Sabía lo que quería decir: hay viejos, por toda África, que se ganan la vida acuclillados a una distancia decente de los hoteles de turistas, tallando originales bastones con madera local; sólo a un paso de la sofisticación de la escuela de escultores del «Africa emergente» tan entusiásticamente aclamada por los propietarios de galerías. Ambos nos echa-
mos a reír ante aquello, y siguiendo la línea de pensamiento que me sugirió su pregunta para sí mismo: «Cómo sé cómo hago lo que hago?», aunque para mí esto era una línea de pensamiento distinta, le pregunté si de hecho había alguna especie de habilidad tradicional en su familia. Como imaginé, no la había: era un chico urbano de los barrios bajos, criado frente a una cervecería municipal entre utensilios de hojalata parafinada y cadáveres de coches abandonados que, quizá curiosamente, no consiguieron despertar a un Duchamp en él sino que, al contrario, dieron nacimiento a un expresionista clásico completamente desarrollado. Aunque no había talladores de bastones rurales entre sus antepasados, me dijo algo de lo que no tenía la menor idea pero que debía ser parte de la experiencia de una infancia en los barrios negros: fue enviado, cumplidos ya los diez años, a una escuela de iniciación tribal en los bosques, y había sido circuncidado según el ritual. Describió vividamente la experiencia.
Una vez fracasados todos los intentos de conseguirle un pasaporte, el deseo de Elias de ir a América se convirtió en algo distinto, por supuesto: un obsesivo resentimiento contra el confinamiento en sí. Inevitablemente, no se le dio ninguna razón de la negativa. La respuesta oficial fue la habitual: que «no era de interés público» revelar la razón de tales cosas. ¿Era acaso porque «ellos» habían llegado a saber que estaba «viviendo como un hombre blanco»? (La teoría me fue expresada por uno de los actores negros del grupo.) ¿Era porque un crítico había descrito detalladamente su obra como expresiva de «la agonía del alma del Africa emergente»? Nadie lo sabía. Nadie sabe estas cosas nunca. Es suficiente con ser negro; se supone que los negros deben quedarse donde están, en sus calles étnicamente distribuidas en sus propias áreas segregadas, en esas partes de Sudáfrica a las que el gobierno dice que pertenecen. Sin embargo -la forma en que son maniobradas nuestras vidas, digo siempre, es una pregunta sin respuesta-, el mejor amigo de Elias obtuvo de pronto el pasaporte.
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