La Bestia Equilatera, 2008. 304 páginas.
Tit. Or. Memento Mori. Trad.
Una anciana empieza a recibir llamadas con un escueto mensaje ‘Recuerda que debes morir’. Esto provoca un pequeño seísmo en el grupo de amigos y conocidos, aristócratas unos, empleados otros, que también empiezan a recibir la misma llamada, aunque con voces diferentes.
Muriel Spark nos hace un retrato excelente de la senectud, con sus manías, sus diferente extractos sociales, sus enfermedades, gente con pésimas intenciones… su obra nos sirve también de memento mori, ya que nos recuerda que, en el mejor de los casos, todos vamos a acabar así.
Es un libro que me ha encantado. No hay innovaciones estilísticas, no hay grandes personajes. Todo tiene un aire cotidiano y -como no podía ser de otro modo- decadente. Pero todo está en su sitio, todo se dice sutilmente, todo nos va encaminando a un final donde solo se resuelven los pequeños misterios, nunca los grandes.
Muy recomendable.
—Al diablo con los festejos. ¿De qué sirven los pronósticos de los astros si esa enfermera asesina allá afuera está esperando terminar en el próximo invierno con toda la sala, cuando nos enfermemos de neumonía? Usted lee el horóscopo cuando lo que ella necesita son las camas para la tanda siguiente. Eso es lo que ella está diciendo… ¿no es verdad, abuela Trotsky?
La abuela Trotsky levantó la cabeza, hizo un nuevo esfuerzo, muy tembloroso, y luego cayó exhausta sobre la almohada y cerró los ojos.
—Dijo eso —afirmó la abuela Barnacle—. Y tiene mucha razón. Al llegar el invierno, quienes hayan importunado no durarán mucho con este tipo de enfermera.
Una onda de murmullos recorrió la hilera de camas. Se detuvo cuando una enfermera atravesó la sala, y volvió a comenzar cuando se fue.
A través de los anteojos, la mirada firme de la señorita Valvona se volvió hacia el pasado, como solía hacer en otoño, contempló la puerta abierta de la tienda una tarde de domingo y los helados perfectos que fabricaba su padre, y escuchó la bella resonancia del acordeón paterno durante la noche, la música que se prolongaba insistente hasta la hora de cenar.
—Oh, la tienda y los helados y las dientas vestidas de blanco —dijo— y mi padre en la caja. Los helados sobre el plato, un manjar firme, preparado con productos de la mejor calidad. Y los hombres solían decirme «¿Qué tal, Doreen?», aunque invitaran al cine a otra muchacha. Mi padre tocaba como un maestro. El acordeón le había costado cincuenta libras, tengan en cuenta que en esos tiempos era mucho.
La abuela Duncan le habló a la señorita Taylor.
—¿Le pidió a esa dame que hiciera algo por nosotras?
—No exactamente —dijo la señorita Taylor—, pero le comenté que ya no nos sentimos tan cómodas como antes.
—¿Hará algo por nosotras? —preguntó la abuela Barnacle.
—Ella no está en el comité de administración. Una de sus amigas es la que está. Ahora, llevará tiempo. Como ustedes saben, no puedo presionarla, se enoja fácilmente. Entretanto, debemos resolver este asunto de la mejor manera posible.
La enfermera atravesó otra vez la sala entre las ancianas, todas hoscas y silenciosas, excepto la abuela Trotsky, que dormía ruidosamente con la boca abierta.
La señorita Taylor pensó que en verdad las jóvenes enfermeras parecían menos alegres desde que la enfermera Burstead se había hecho cargo de la sala. Pero habían sido suficientes dos segundos para que en boca de la abuela Barnacle se convirtiera en la «enfermera Bastarda». Tal vez las connotaciones de su apellido, sumadas a la edad —la enfermera Burstead tenía más de cincuenta años—, habían causado esa hostilidad inmediata en la abuela Barnacle.
—Al pasar los cincuenta tienen mentalidad de asilo. No se puede confiar en una enfermera mayor de cincuenta. No estudiaron nada desde la guerra.
Las otras ocupantes de la sala también se vieron afectadas por sentimientos similares. Pero el terreno estaba preparado desde la semana anterior, porque todas sabían que la enfermera más joven se iba a marchar.
—Un cambio… ¿oyeron? Habrá un cambio. Abuela Valvona, ¿qué dicen los astros?
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