Capitán Swing, 2018. 208 páginas.
Tit. Or. Headscarves and Hymens. Trad. María Porras Sánchez.
Tenía muchas ganas de leer este libro de Mona Eltahawy, había leído bastantes entrevistas suyas y me gustaba lo que decía y cómo lo decía. Por otro lado tenía mucho interés en saber el punto de vista de una feminista que se ha criado en unos ambientes taan represivos para las mujeres.
Y la autora no tiene pelos en la lengua, empezando por una declaración tan fuerte como que en el Islam se odia a la mujer; de ahí que se restrinjan sus libertades, se les trate como a una propiedad y las leyes pongan los pelos de punta.
Un amigo me comentaba, hablando sobre la serie El cuento de la criada que veía improbable que el resto del mundo permitiera lo que sucedía en Gilead. Yo le dije que ahí teníamos a Arabia Saudí, que hace cosas igual de terribles y a quien nadie tose por el poder del petróleo.
Me interesaba sobre todo su punto de vista sobre el velo, que desde occidente se defiende muchas veces como libertad religiosa y que ella critica sin paliativos: en el primer mundo una mujer puede tener la libertad de llevarlo o no, pero en muchos países esa libertad no existe. Dejo muestras sobre este tema de la autora que se explican mucho mejor.
El resto de temas, como los matrimonios concertados, el culto al himen, los diferentes tipos de ablación del clítoris, los acosos y violaciones que sufren las mujeres sin que apenas haya castigos para los hombres, dibujan un panorama tan terrible que dan ganas de llorar.
Hay una revolución pendiente, desde luego.
Muy recomendable.
Es algo que no se puede ignorar. Las mujeres árabes vivimos en una cultura que nos es fundamentalmente hostil, reforzada por el desdén de los hombres. No nos odian por nuestras libertades, como decía el manido cliché estadounidense post 11-S. No tenemos libertades porque nos odian, como Rifaat expone poderosamente.
Sí: nos odian. Hay que decirlo.
«Lo cierto es que crecer no supone ninguna alegría para una niña, la vida no es más que un desastre tras otro hasta que acabas tus días como una vieja inútil que tendrá suerte si alguien se apiada de ella», escribe Rifaat en el relato «Los ojos de Bahiyya».
Algunos se preguntarán por qué saco este tema ahora, cuando Oriente Medio y el norte de África están sumidos en el caos, cuando miles de personas están perdiendo la vida, cuando puede llegar a parecer que las revoluciones que comenzaron en 2010 —alentadas no por el consabido odio hacia Estados Unidos e Israel, sino por una reivindicación común por la libertad y la dignidad— han perdido el rumbo. Porque ¿no deberíamos tener todos los mismos derechos básicos, antes de que las mujeres exijan un tratamiento especial? Además, ¿qué tiene que ver el género o, ya puestos, el sexo con la Primavera Árabe? Tienen que ver, y mucho, con la revolución. Esta es nuestra oportunidad para desmantelar todo un sistema político y económico que trata a la mitad de la humanidad como si fueran niñas, en el mejor de los casos. Si no es ahora, ¿cuándo?
Nómbrame un solo país árabe y te diré una larga lista de abusos que se están cometiendo en este momento contra las mujeres de ese país, unos abusos alimentados por una mezcla tóxica de cultura y religión que pocos se sienten inclinados a desenmarañar
por miedo a blasfemar u ofender. Cuando más del 90 % de las mujeres casadas de Egipto han visto cómo mutilaban sus genitales en nombre de la «pureza», todos deberíamos blasfemar. Cuando se somete a mujeres a humillantes «pruebas de virginidad» solo por decir lo que piensan en voz alta, no es el momento de callarse. Cuando un artículo en el Código Penal egipcio dice que si un hombre pega alguna vez a su esposa «con buenas intenciones» no se le exigirá indemnización por daños y perjuicios, que le den a la corrección política. Y a todo esto, ¿qué se entiende por «buenas intenciones»? Legalmente se contempla cualquier paliza que no sea «grave» ni los golpes «en la cara». Lo que viene a decir esto es que, cuando se trata del estatus de las mujeres en el mundo árabe, la cosa no está mejor de lo que crees. Está muchísimo peor. Incluso después de estas «revoluciones», las mujeres continúan cubriéndose el rostro y relegadas en la casa, se les niega incluso la movilidad, no pueden conducir sus propios coches, no pueden viajar sin el consentimiento de los hombres y no pueden casarse ni divorciarse sin la bendición de un tutor varón.
Los países de habla árabe de Oriente Medio y del norte de África tienen un expediente nefasto en materia de derechos de las mujeres. No hay ningún país árabe que aparezca entre los cien primeros puestos del informe global de la brecha de género del Foro Económico Mundial; la región entera está a la cola del planeta. El informe anual explora cuatro áreas: salud (incluye la esperanza de vida), acceso a la educación, participación económica (salarios, tipos de Irabajo y antigüedad) y compromiso político. Dos países vecinos, Arabia Saudí y Yemen, por ejemplo, están a años luz en cuanto a producto interior bruto (PIB) se refiere, aunque los separan solo ocho puestos en el informe global de la brecha de género, con el reino saudí en el 127 y Yemen en el 136, en el último puesto de la lista de 2013. Marruecos, comúnmente alabado por tener un derecho de l.nnilia «progresista» (un informe de 2005 de «expertos» occiden-lales lo definía como «ejemplo para los países musulmanes que bus-■tn integrarse en la sociedad moderna»), ocupa el puesto 129.1
Una mujer con nicab (un velo, normalmente negro, que cubre todo el rostro salvo los ojos) trabó conversación conmigo.
—¿Por qué no llevas nicab? —me planteó. Su pregunta era escalofriante; el nicab siempre me había resultado aterrador por su forma de invisibilizar tanto el rostro como a la persona.
—¿No es bastante con lo que llevo? —le pregunté a la mujer.
—Si quisieras comerte un caramelo, ¿escogerías el que está envuelto o el que no tiene envoltorio? —me preguntó la mujer con nicab.
—Soy una mujer, no un caramelo —repuse yo.
Un caramelo envuelto, un anillo de brillantes en una caja… Estas analogías se usan con frecuencia en Egipto y en otros países para tratar de convencer a las mujeres de la importancia de cubrirse. Comparan a las mujeres con objetos preciosos que se de-valúan si están expuestos, objetos que es necesario esconder, proteger y preservar. Cuando toca hablar de lo que se conoce como las restricciones islámicas de la vestimenta femenina, las mujeres no son simplemente mujeres.
Hay varias explicaciones que justifican que las mujeres se cubran con el velo. Algunas lo hacen por piedad, pues creen que el Corán exige esta expresión de modestia. Otras lo hacen porque quieren ser identificadas a primera vista como «musulmanas» y, para ellas, velarse es fundamental para esa identidad. Para otras mujeres, el velo es una forma de evitar las modas caras y las visitas a la peluquería. Para otras, es una forma de que las dejen en paz y les otorga algo más de libertad para moverse en un espacio público que cada vez está más dominado por los hombres. En las últimas décadas, a medida que el velo se hacía más habitual en todo el mundo árabe, fue en aumento la presión sobre las mujeres que no se velaban, y hubo más que decidieron ponerse el velo para evitar que las acosaran por la calle. Algunas mujeres se pelearon con sus familias por su derecho a velarse, mientras otras fueron obligadas por sus familias a ponérselo. Para otras, en cambio, era una forma de rebelarse contra el régimen o contra Occidente.
Por eso, el hecho de llevar hiyab dista mucho de ser sencillo. Está cargado de significados: mujer oprimida, mujer pura, mujer conservadora, mujer fuerte, mujer asexual, mujer estirada, mujer liberada. Decidí llevar hiyab cuando tenía dieciséis años y decidí quitármelo cuando cumplí veinticinco. No exagero cuando digo que el hiyab ha consumido una gran parte de mi energía intelectual y emocional desde que me lo puse por primera vez. Puede que dejara de llevar velo, pero nunca he dejado de pelear con lo que significa velarse para las mujeres musulmanas. Como nunca he ocultado que llevé el hiyab durante nueve años, a veces acuden a mí mujeres jóvenes que se debaten contra su velo, y con frecuencia también contra sus familias, que insisten en que deben seguir llevándolo: «¿Cómo te lo quitaste? ¿Cómo gestionaste la presión familiar? ¿Crees que es obligatorio? ¿Te lo volverías a poner? Mi madre me ha amenazado con encerrarme en casa si me lo quito alguna vez».
Una mujer con nicab me reprendió por no permitirle luchar por quitarse el nicab al igual que yo lo había hecho con el hiyab. Al apoyar la prohibición del velo facial, aseguraba, le estaba impidiendo terminar su propio viaje. Le deseé lo mejor y le contesté que respetaba su postura, pero no la compartía y que seguiría apoyando la prohibición del nicab.
En la recepción después del programa, donde había hombres y mujeres, la misma mujer se me acercó sin el nicab. Me quedé atónita y le pedí que me explicara por qué no se cubría el rostro. Contestó que era complicado y que se cubría el rostro dependiendo de la situación. Le dije que las mujeres de Oriente Medio y el norte de África no tenían ese privilegio.
Sostengo que las mujeres que viven en países occidentales —que son musulmanas y occidentales al mismo tiempo— pueden ayudarnos a librarnos de la dicotomía islam-Occidente. Pero les ruego que sean conscientes del privilegio que les permite alzar la voz para defender el hiyab tan apasionadamente. Es fácil olvidar que hay mujeres más desfavorecidas que ellas para las que velarse no es una elección real. Entiendo la necesidad de defender el velo propio, yo lo hice durante años, a pesar de que en mi interior luchaba contra él. Es importante defenderse frente a los islamófobos y los racistas. Lo pillo. Pero si se hace sin conocer las realidades que viven aquellas mujeres que no tienen el privilegio de elegir, entonces mis interlocutoras acaban haciendo exactamente lo mismo que me acusan de hacer cuando apoyo la prohibición del nicab: silencian a otras mujeres. ¿Por qué el silencio, cuando algunas de nuestras mujeres se funden en negro, ya sea por políticas iden-titarias o por ceder ante el salafismo? El nicab representa una extraña veneración por la desaparición de la mujer. Pone en un pedestal a una mujer que se cubre el rostro, que se borra, y considera este borrado el summum de la piedad. No podemos continuar ataviándonos con el velo negro e izando la bandera blanca frente a la misoginia islamista.
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