Gigamesh, 2017. 350 páginas.
Tit. or. Kirinyaga. Trad. Ramón Peña.
Koriba es un mundumugu, el brujo o chamán de los kikuyus e intenta crear la utopía perfecta en un mundo artificial cedido por el gobierno mundial. Allí intentará que las antiguas tradiciones se recuperen por completo, y que nada de los europeos -medicina, tecnología, cultura- contaminen su proyecto.
Lo que yo he entendido de la lectura es que Koriba es un fanático que intenta algo imposible: vivir en un pasado que ya no existe y que su pueblo permanezca ajeno a la medicina moderna o las comodidades tecnológicas. También mantener costumbres atroces como la de asesinar a un niño por nacer de pie. Y lo debo haber entendido bien porque en el epílogo el autor así lo dice.
Pero ¡oh sorpresa! que esté contado en primera persona por Koriba ha hecho que muchos críticos confundan autor con personaje y lo acusen de machista, racista y mil cosas más. Y es que parece que la capacidad de la humanidad para entender las cosas complejas está de capa caída.
El libro en sí está entretenido y funciona bien, mejor en la primera parte donde la ingenuidad de Koriba se ajusta a su mentalidad retrógrada. Menos en la segunda donde los masais intentan hacer lo mismo pero cogiendo lo mejor de cada casa, que peca de ingenuidad.
Está bien.
—Mantenimiento tiene medicinas —apuntó Koinnage. Me di cuenta de que dos de los hombres más jóvenes se habían acercado y escuchaban con atención—. Quizá nos convendría pedir ayuda.
—¿Para que vivieran una semana o un mes más y los enterraran en el suelo como cristianos? —dije—. No se puede ser medio kikuyu y medio europeo. Por eso vinimos a Kirinyaga.
—Pero ¿qué tiene de malo pedir medicinas solo para los ancianos? —preguntó uno de los jóvenes, y vi que Koinnage respiraba aliviado por no ser él quien tuviera que continuar la discusión.
—Si hoy aceptáis sus medicinas, mañana aceptaréis su ropa y sus máquinas y a su dios —repliqué—. Si la historia nos ha enseñado algo, es eso. —No parecían convencidos, así que proseguí—: Casi todos los pueblos miran adelante cuando buscan su utopía, pero los kikuyus tenemos que echar la vista atrás, a una época mejor en la que vivíamos en armonía con la tierra y no nos habíamos contaminado por las costumbres de una sociedad a la que no estábamos destinados a pertenecer. Yo he vivido con los europeos y he estudiado en sus universidades, y os digo que no debéis escuchar el canto de sirena de su tecnología. Lo que es eficaz para los europeos no lo fue para los kikuyus cuando vivíamos en Kenia, y tampoco lo será en Kirinyaga.
Como para corroborar mis palabras, una hiena dejó oír su inquietante risa desde la lejanía del veld. Las mujeres interrumpieron su lamento y se apretaron en el grupo.
—Pero ¡algo tenemos que hacer! —protestó Koinnage, cuyo miedo a la hiena superó momentáneamente el que le tenía a su mundumugu—. No podemos permitir que las bestias del campo nos destruyan las cosechas y se lleven a nuestros hijos.
Podría haberle explicado que se trataba de un desequilibrio temporal causado por la reducción del índice de natalidad de los herbívoros debido a la merma de los pastos, y que el de las hienas se ajustaría, con toda seguridad, en menos de un año, pero no me habrían entendido ni creído. Querían soluciones, no explicaciones.
—Ngai pone a prueba nuestro coraje para ver si realmente merecemos vivir en Kirinyaga —dije al fin—. Mientras dure esta prueba, armaremos a nuestros hijos con lanzas y haremos que cuiden del ganado por parejas.
Koinnage meneó la cabeza.
—Las hienas les han tomado el gusto a las personas, y dos muchachos kikuyus, aunque vayan armados con lanzas, no son rival para una manada de hienas. Estoy seguro de que Ngai no desea que el pueblo elegido se convierta en la comida deftsi.
—No, claro que no —admití—. La naturaleza de las hienas es matar a los herbívoros, como la nuestra es arar los campos. Soy vuestro mundumugu. Debéis creerme cuando os digo que este tiempo de prueba acabará pronto.
—¿Cómo de pronto? —preguntó otro.
—Tal vez dentro de dos lluvias —contesté, encogiéndome de hombros—_ o de tres. —Las lluvias vienen dos veces al año.
—Eres un anciano —dijo el hombre, que se había armado de coraje para contradecir a su mundumugu—. No tienes hijos y eso te da paciencia, pero los que tenemos hijos no podemos pasar dos o tres lluvias preguntándonos cada día si regresarán de los campos. Tenemos que hacer algo ya.
—Soy un anciano, y eso no solo me da paciencia, sino también sabiduría.
—Eres el mundumugu —dijo finalmente Koinnage— y debes enfrentarte al problema a tu manera, pero yo soy el jefe supremo y debo hacerlo a la mía. Organizaré una cacería y mataremos a todas las hienas de los alrededores.
—Muy bien —respondí, pues había previsto su solución—. Organiza tu cacería.
—¿Lanzarás los huesos para ver si nos irá bien?
—No necesito lanzar los huesos para prever los resultados. Sois granjeros, no cazadores. No os irá bien.
—¿No nos darás tu apoyo? —inquirió otro hombre.
—No necesitáis mi apoyo. Si pudiera, os daría mi paciencia, pues es lo que necesitáis.
—Se suponía que teníamos que convertir este mundo en una utopía —dijo Koinnage, que solo tenía una vaga idea del sentido de la palabra y la entendía como buenas cosechas y una vida sin enemigos—. ¿Qué clase de utopía permite que los animales salvajes devoren a los niños?
—Nunca entenderás qué significa estar satisfecho hasta que hayas pasado hambre —respondí—. No sabrás qué significa estar caliente y seco hasta que hayas pasado frío y hayas estado mojado. Y Ngai sabe, aunque tú lo ignores, que no puedes apreciar la vida sin la muerte. Esta es la lección que te da. La prueba terminará.
—Tiene que acabarse ya —insistió Koinnage con firmeza, sabedor ya de que yo no iba a tratar de impedir la cacería.
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