Debate, 2005. 390 páginas.
Tit. or. Another life: A memoir of other people. Trad. Fernando González Téllez.
Memorias del editor Michael Korda, de buena familia y con directores de cine famosos en su entorno. Editor al estilo americano, que te pillan el libro y le dan la vuelta hasta que consideran que va a vender bien. Y esta labor de edición pensaba yo que se tenía que aplicar al libro, aburridísimo de la primera a la última página.
Los pocos escritores que aparecen son en general fabricantes de superventas y cuando no lo son salen tan de refilón que es como si no estuvieran. Y nunca se habla de literatura, como si ésta no existiera. Las anécdotas de personajes famosos son de patio de escuela -y salen Nixon y Reagan, ojito.
A mitad del libro me entero que además de editor fue columnista y escritor de libros que fueron superventas y no acabo de explicármelo porque ni tiene gracia para narrar ni ojo para describir personas. Pero bueno, como se explica muchas veces en el libro esto es una industria y un buen producto no tiene por qué ser bueno.
Un libro que me podía haber evitado. Aquí no lo ponen mal: Editar la vida y Editar la vida. Y aquí opinan como yo pero mejor: Editar la vida
No me ha gustado.
Yo había previsto dificultades al respecto por parte de Chambrun, pero este no pareció darle ninguna importancia cuando se lo dije ni se mostró ofendido. «Trés bien», dijo. (Por poco que uno pudiera fiarse de él, Chambrun era genuinamente francés. No creía en el ideal americano de la comida frugal: pedía platos elaborados, que rechazaba si no los encontraba satisfactorios, y se tomaba su tiempo a la hora del postre. No rehusaba dar cuenta de los petits fours que servían con el café, e incluso envolvía los restantes en una servilleta para llevárselos a casa. Cuando llegaba la cuenta, los dos nos quedábamos mirándola por un instante, entonces él la empujaba resueltamente hacia mí, sin disculparse, y se llevaba una pastilla digestiva a la boca. Fue así como me enseñó una regla básica del mundo editorial que jamás olvidé: cuando un editor y un agente comen juntos, el editor siempre paga la cuenta.) ¿Cuándo dispondría del contrato y de su cheque? Por un instante pensé que la razón de su sangre fría debía de ser que no conocía lo que era la vergüenza.
Hasta entonces yo había editado sobre todo libros de no ficción, terreno en que el margen de maniobra es más estrecho. Puedes reescribirla, acortarla, en ocasiones darle otra forma, pero la obra está esencialmente definida por el tema, que no se puede cambiar sin destruir el libro. Con la ficción, sin embargo, los únicos límites son la energía del editor y el consentimiento del autor para introducir cambios. Uno puede cambiar los personajes, las motivaciones y la trama, eliminar personajes o escenas enteras, e incluso reescribir el texto por completo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, eso es lo que se hace en la industria del cine, donde las historias sufren innumerables metamorfosis y pasan por incontables manos antes de llegar a la pantalla. Además de su juicio agudo y de su habilidad para reconocer la diferencia entre basura vendible y auténtica calidad (algo que los editores confunden a menudo), el verdadero talento de Bob residía en que no tenía problemas en aplicar los métodos de la industria cinematográfica a una novela.
Telfer resulto ser una mujer rolliza y amable, natural de Colorado, que había caído en manos de Chambrun por accidente y estaba dispuesta a aceptar que Bob y yo recortáramos su manuscrito y reescribiéramos escenas nuevas para reemplazar las que habíamos eliminado. Descubrí que esto siempre es más fácil con escritores noveles, a quienes lo que más les preocupa es si su libro se va a publicar o no. Paso a paso, convertimos el libro de Telfer en lo que debería haber sido desde el principio: una impresionante y poderosa novela comercial con una trama sencilla y mucho sexo. La clave, como aprendí de Bob durante las tardes que pasamos en su apartamento trabajando en la novela, consistía en conservar de esta lo mejor: la sinceridad aparente y la crítica de la autora sobre la forma en que el sistema trata a las buenas enfermeras y a los pacientes, y eliminar lo que no era necesario o no tenía sentido. Había admirado, desde lejos, la manera en que Bob había rehecho Trampa 22, pero ahora era yo quien estaba haciendo algo similar, a su lado, y podía ver que el resultado, borrador tras borrador, era un libro mucho más sólido. Desde entonces, he hecho esto miles de veces, con otros y por mi cuenta, y sé que nada en el oficio de editor produce más satisfacción si al final el libro funciona. Algunas de estas reconstrucciones editoriales se convirtieron en grandes best sellers, como Lace, de Shirley Conran, o La máquina del amor, de Jacqueli-ne Susann; otras —muchas— solo fueron demasiado trabajo para nada, pero la fascinación nunca se ha desvanecido.
Por supuesto, no hay nada nuevo en esto. La reconstrucción total que hizo Maxwell Perkins de la caótica novela de Thomas Wolfe, El ángel que nos mira, constituye una leyenda en el mundo editorial, pero Perkins fue perdonado porque estaba trabajando con literatura. Lo que fastidiaba a nuestros colegas de S&S era que a sus ojos Telfer distaba de ser una escritora «seria» y nosotros, por lo tanto, estábamos ayudando a alguien que, en principio, no merecía ser publicado. Henry, en particular, tenía la fuerte sensación de que estábamos prostituyendo la profesión.
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