Criatura editora, 2012. 330 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
El sótano
Nuestro iglú en el Ártico
Gelatina
La toma de la Bastilla o cántico por los mares de la luna
La cinta de Moebius
Espacios libres
Los muertos
Capítulo XXX
Los carros de fuego
Entrevista imaginaria con Mario Levrero
Que partiendo de una imagen inusual van desencadenando una serie de acontecimientos que se rigen por la lógica de los sueños, efectos que tienen poco que ver con las causas, saltos de trama, situaciones equívocas y extrañas… Por ejemplo en La cinta de Moebius la cosa empieza con un viaje a Europa ya que una pareja ha ganado un concurso, pero se añaden todos los parientes, que luego irán muriendo por el camino, el protagonista -un niño- verá como su prima se pierde y la cambian por otra, vivirá en París y acabará volviendo en un globo que pierde altura.
Este tipo de relatos tienen el peligro de volverse irrelevantes si las imágenes no nos van atrapando de alguna manera. Aunque parezca raro es más difícil enganchar al lector si van pasando cosas sorprendentes y sin ilación que con historias previsibles. Por suerte el autor no descarrila y a mí, por lo menos, me mantuvo el interés todo el libro.
Bueno.
El espejo colocado sobre el lavatorio estaba dividido en tres secciones, y una de ellas, la del medio, tenía una perilla; me observé en el espejo y luego tiré de la perilla, y mi imagen giró sobre unas bisagras; detrás había un placar, lleno de objetos de colores.
Cerré el placar y traté de cerrar la canilla del baño; se había atascado. Luego apagué la luz y cerré la puerta, pero la cerradura no trabajaba bien y volvió a quedar entornada; crucé el dormitorio, apagué la luz y continué por el corredor. Llamé a Elga en voz alta, sin obtener otra respuesta que el tañido de la campana del antiquísimo reloj, ubicado al final del pasillo sobre una repisa muy alta; nunca llega luz a ese lugar, jamás podemos ver la hora; podemos en cambio escuchar las campanadas, aunque indican la hora de una manera compleja y no siempre uno alcanza a comprender ese lenguaje.
El baño que suelo utilizar se halla en la mitad del corredor; golpeé la puerta sin que nadie me respondiera y aunque dudase de que Elga se encontrara allí, ya que lo utiliza sólo en raras ocasiones. Dentro, la luz estaba encendida y la ducha dejaba correr agua caliente en forma vertical; había vapor en el cuarto, y una mujer me observaba por entre las gotas de la lluvia.
Pensé que se trataba de mi esposa; ella cubrió rápidamente el pubis con la mano izquierda, y cruzó el brazo derecho por encima de sus pechos enormes, sin llegar a cubrirlos; el derecho asomó y se volcó por sobre el codo, el oscuro pezón del izquierdo se abrió camino entre los dedos de la mano derecha.
—Te vas a mojar los zapatos —dijo; no la conocía—. El jabón —exclamó luego, mirando hacia el piso, y me agaché a recogerlo; el agua de la ducha me mojó el hombro izquierdo y parte de la cabeza. Al enderezarme, el zapato derecho resbaló en el piso y debí abrazar la cintura de la mujer para no caerme; le entregué el jabón, pero seguí rodeándola con el brazo izquierdo y luego con los dos; la atraje hacia mí y la besé en la boca.
—Puedes retirarte —dijo, y algo en la voz me impulsaba a obedecerle; sin embargo, intenté un nuevo acercamiento, y ella comenzó a reírse de mis ropas mojadas; le pregunté quién era, pero no dejó de reír, y ahora se mostraba impúdicamente, se enjabonaba la espalda y las axilas; abrió al máximo la canilla del agua caliente y se retiró un poco de la lluvia, y pronto el baño todo estuvo lleno de vapor y ya no se podía ver ni respirar; tuve que salir.
Fui a mi dormitorio. Se habían llevado los muebles; quedaba aún el ropero, lo que, dentro de todo, me pareció afortunado. Me desvestí y me puse ropa interior seca que extraje de un estante; luego busqué un traje. Al abrir la puerta central del ropero vi una masa de carne; se trataba de una pareja, un hombre y una mujer; ella estaba de espaldas sobre el piso, la cabeza apoyada contra la pared izquierda del mueble; el hombre sobre ella, las rodillas sobre el piso de chapa compensada, entre las piernas abiertas y recogidas de la mujer; se abrazaban, y sólo se apreciaba el movimiento de las manos sobre los cuerpos; él tenía la cabeza enterrada entre el hombro izquierdo y la cabeza de la mujer. Ella abrió los ojos y miró sin expresión; se trataba, también, de una desconocida.
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