Marina Fernández Bielsa. Los patos de central park.

noviembre 7, 2014

Marina Fernández Bielsa, Los patos de central park
Alfaqueque ediciones, 2011. 94 páginas.

Diana es una periodista que ha tenido que dejar Madrid para trabajar en un pueblo costero. La visita a un antiguo amigo que sufrió un accidente pondrá en marcha el mecanismo de los recuerdos, de su adolescencia con Óscar y Rebeca, de sus escarceos con Miguel y le hará plantearse el rumbo de su vida.

No he conseguido entrar en el libro. Ni su lenguaje, bastante plano e insulso, ni sus personajes e hsitorias, que me han dejado bastante indiferente, ni la vida de la protagonista de la que evitaré comentarios porque parece un trasunto de la autora. Lo he acabado porque es corto, porque si no a las 40 páginas lo hubiera abandonado y eso que no suelo hacerlo.

Posiblemente tenga su público, pero desde luego no soy yo. La definen como intimista, pero si tu intimidad es tan aburrida no hace falta que la cuentes. Sólo he encontrado dos reseñas con un entusiasmo que no comparto ni de lejos: Los patos de Central Park, Marina Fernández Bielsa y Mis críticas: Los patos de Central Park. Yo lo tomé en préstamo de la biblioteca, pero si lo llego a comprar pido que me devuelvan el dinero.

Calificación: No me ha gustado.

Extracto:
De pequeña me gustaban mucho los domingos. Comíamos en casa de mi abuela, un edificio antiguo del barrio de Chamberí, sin ascensor, con escaleras de madera y paredes de yeso. El portal olía a comida casera y a vecindad añeja, a humedad y a zaguán recién fregado. Esa mezcla de hedores rancios, de moho y lejía, de cebolla y coliflor, a veces irrespirable pero tan característico de la vida de barrio, es una de las sensaciones que más echo de menos en los edificios modernos. Y, por descontado, en esta urbanización de diseño, impersonal y vacía, en este lugar tan alejado de todo. Aquí nadie cocina y los extractores se tragan los malos humos. Los micro-ondas absorben el olor; los platos precocinados no dejan rastro. Se reciclan y se convierten en otra cosa, pero no permanecen en la memoria, como los guisos de las madres, las tías o las abuelas, que perduran en las leyendas orales y en el paladar de las familias durante generaciones.
Me recuerdo gateando bajo la mesa de la cocina, entre mujeres que preparaban la comida, escuchando toda clase de historias. Era una niña curiosa que se asomaba al patio interior salpicado de sábanas secándose a la sombra de cuatro muros desconchados y espiaba las ventanas de enfrente; una niña callada que esperaba con ansia el cornete de vainilla del postre, pegada a la tele: Marco, Vikie el Vikingo, Mazinger Zeta, Or-zowei, La casa de la pradera. Y por la tarde, un silencio impuesto por los hombres durante la retransmisión del partido de fútbol, llevadero porque se tragaba con galletas María y cola-cao servido en tazas de cristal verde. Un día me sentí mayor para seguir tomando cola-cao y pedí café, como los adultos. La rabieta fue monumental y no me callé hasta que mi abuela me trajo una de aque-
llas tazas de duralex rebosante de líquido marrón clari-to. Tardé unos cuantos años en descubrir que en realidad aquello no era café, sino un sucedáneo llamado Eko. Los mayores no son conscientes del daño que hacen esos pequeños engaños, esas verdades a medias con las que creen contentarnos de pequeños. Desde entonces, el café me sabe a frustración.
Cuando mi abuela murió yo tenía once años. El sentimiento de pérdida, o de ausencia, vino después, cuando la casa de Chamberí se vendió y los domingos fueron distintos para siempre.
No sé por qué me traje las fotos y los diarios. Cuando leo lo que escribía a los quince años me parece ajeno, como si lo hubiera escrito otra y, a la vez, me siento tan identificada que me asusto. Porque pienso que en quince años no he evolucionado nada y eso es algo que no puedo permitirme. No sé si estoy preparada para averiguar que los sentimientos que se descubren en la adolescencia ya no cambian sino que tienden a repetirse. Lo único que hacen los años es enseñarnos a no creer en ellos. Con cada decepción se pierde inocencia y con ella esperanza. No es que dejemos de sentir lo mismo, es que nos obligamos a protegernos para que no nos hagan daño. Y, a pesar de todo, a veces no sirve. La necesidad de creer es más fuerte y seguimos engañándonos. Para poder seguir adelante.
Deseo evolucionar, dejar atrás los recuerdos. Pero no sé si es posible. El pasado siempre deja huella; renegar es inútil. Las vivencias se incrustan en el ADN de la memoria y se transmiten genéticamente a experiencias futuras. El olvido no existe, aunque nos empeñemos en no recordar. Cada persona, cada momento vivido, deja su rastro, imborrable a pesar de todo. Aunque lo creamos superado, tiene la cualidad de proyectarse hacia el futuro. Aunque no lo sepamos, aunque queramos ignorarlo, nos condiciona.

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