Memorias de Marcos Ordóñez, que me encantaron por lo cotidianas y por estar ambientadas en el barrio donde ahora resido. Uno de los pocos descubrimientos de aquel blog bastante infame que no voy a recordar. Recomendé una novela suya aquí: Comedia con fantasmas
Otra reseña aquí: Un jardín abandonado por los pájaros
Recomendable.
El señor Sitjá era un viajante de comercio (simpatiquísimo, según mi familia) y estaba casado. No conocemos la opinión de la señora Sitjá sobre este insólito ménage en el que todo quedaba en casa, pero sí sabemos que Sitjá padre aceptó de muy buen grado que Sitjá hijo se enamorase de Rosita y que ambos la compartieran, aunque más me parece que era ella quien compartía a los dos. No la veo yo como una entretenida, para utilizar otra palabra muy de la época. Justo lo contrario: a este tipo de mujer son los hombres quienes han de entretenerla, y entretenerla bien.
Me gustaría precisar el momento del tránsito, o, mejor dicho, de la conjunción, pero los datos de que dispongo son un tanto vagos. Diría que Sitjá padre cubrió (un verbo quizás malsonante) los años veinte-treinta. Y que Sitjá hijo (se llamaba Ramón, acabo de acordarme) entra en acción después de la guerra. Ramón se casó luego, con una chica gallega. En casa de mis abuelos se hablaba mucho de los Sitjá: eran como de la familia.
Paredes de piedra, una chimenea donde ardía lentamente un leño enorme. Para acompañar el civet de jabalí, el dueño, viejo amigo suyo, le ofreció un tinto al parecer muy reputado, de unos viñedos que Alfonso conocía muy bien. Tanto los conocía que apenas llevarse la copa a los labios dijo que aquel vino no era de tales viñedos, que no sabía de dónde era, pero de aquellos no, para nada. Entre el viaje, el medio whisky, el descubrimiento de Brassens y luego el del civet yo estaba en la gloria: flotaba, y el vino, fuera o no una impostura, me pareció buenísimo. La discusión subió de tono: el dueño del restaurante, empecinado en que las botellas eran de allí, y mi padrino firme en lo contrario. Se descorchó otra con idéntica controversia, hasta que al final fue llamado a declarar no sé si el responsable de la compra, en todo caso un señor que, nerviosísimo, acertó a confesar que bueno, que verá, que algo de razón sí tiene, porque en realidad no era del mismo viñedo sino de uno que estaba muy pero que muy cerca. Fue entonces cuando Alfonso, alzando la mano, pronunció sin inmutarse una frase categórica que casi me hizo caer del asiento: «Amigo mío, también el culo y el cono están muy cerca, tnais quelle différence de bouquetl».
había instalado en su sala de estar, y que bajo aquel farol, sentada en una butaca, tenía una muñeca de cera de tamaño natural. Contaba que había dado una conferencia en el circo, a lomos de un elefante, con el texto escrito en un rollo de papel de váter (todavía no se decía «papel higiénico»), y había escrito una obra de teatro llamada Los medios seres, que los actores interpretaban con la cara pintada mitad de blanco y mitad de negro.
Al regalarme La venganza de don Mendo (una edición del tamaño de un paquete de tabaco, con dibujos de Herreros) me contó que cuando los rojos iban a fusilar a Muñoz Seca les dijo, ya con la espalda en el paredón, esta frase grandiosa: «Podéis quitármelo todo; podéis quitarme mi hacienda y mi vida, pero lo que no podréis quitarme nunca es el miedo que tengo».
Los escritores me parecían seres originales, fascinantes, que llevaban vidas (e incluso muertes) fuera de lo corriente.
«Están muy bien», me dijo, muy generosamente. «Yo te los publicaría gustoso pero estoy canino, no te imaginas cuánto». Tenía razón. No le rentó mucho ni la policía ni la literatura: se arruinó bárbaramente con Ediciones Marte y en sus últimos años regentó, con un mandilón azul, el quiosco de periódicos de plaza Cataluña, frente al Zurich. Gente a la que quieres y a la que dejas de ver por cambio de costumbres, por desatención, por egoísmo, porque crees que pertenecen a otra época, porque crees que tú has cambiado. Es decir, por pura y simple estupidez.
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