Siempre se dice que en este país no valoramos a nuestros genios, y leyendo este libro uno se da cuenta de que es verdad porque ¿Alguien conocía a Monico Sánchez. Yo no, desde luego.
Un chaval de pueblo que en 1901 se va a Madrid a estudiar ingeniería con una mano delante y otra detrás. Que no consigue ingresar en la universidad pero se apunta a un curso a distancia. Que después se va a Nueva York a trabajar y ampliar estudios. Que inventa un aparato de rayos X portátil y crea una empresa. Que con sus dineros se vuelve a su pueblo y monta una fábrica en mitad de la nada. Que… tantas historias le pasaron a este hombre que le agradecemos a Lozano Leyva que se haya tomado la molestia de escribir este libro y contárnoslas.
El autor hace gala de esa erudición y capacidad de investigación que le caracteriza, que provoca que la información que proporciona siempre es nueva e interesante. Aunque en este libro el tono didáctico, según intención del autor para dirigirse a los jóvenes, me ha gustado menos que en el resto de libros que he leído de él.
Un emprendedor adelantado a su tiempo y un libro que da gusto leer.
Si navegan ustedes por internet para husmear sobre la vida y milagros de este individuo, les aconsejo que no hagan caso de lo que dijo de él Pío Baroja, porque, como alumno de Letamendi, éste lo suspendió siempre por el simple hecho de tenerle manía. Lógicamente, Baroja lo pone de vuelta y media, pero lo hace con rencor. En cambio, sí pueden hacerle caso a lo que dijo de él Ramón y Cajal, porque apreciaba a Letamendi como persona, ya que presidió el tribunal de la cátedra que ganó después de haber suspendido en varias ocasiones.
El caso es que el famoso Letamendi, autor de centenares de artículos, dos libros de texto de patología, poeta, pintor y músico aficionado, así como apasionado de la retórica y la libre especulación, era fundamentalmente un gran cantamañanas. Quizá no le faltaban aptitudes y vocación, pero su discurrir al margen de la ciencia europea (o sea, de la ciencia), no se sabe si por desprecio o cortedad, le llevaron a formular grandiosas teorías que terminaron siendo pamplinas sin base ninguna. Que se den casos así en la universidad y centros científicos no es raro y, si se me apura, ni siquiera lo considero superfluo; la perversión está cuando a esa incompetencia se le suma la altanería y el poder. Ése fue el caso de Letamendi, por lo que tenía razón Augusto Pi Suñer (éste sí que fue un buen médico y un gran hombre) cuando lamentó públicamente que «el verbalismo y la fantasía de Letamendi hubieran desviado a tantos jóvenes de la austeridad de la ciencia». Ramón y Cajal, más comedido que Pi Suñer y sobre todo que yo,
sólo le reconvino de esta manera: «Su atención hacía escala en todos los asuntos, sin anclarse definitivamente en ninguno. Harto conocía él su debilidad cuando, reaccionando contra cariñosas reprensiones, disculpaba sus aficiones rotatorias, satirizando donosamente a los especialistas científicos».
Tomen nota, jóvenes lectores, de algo que es más que una anécdota histórica. En este siglo xxi, con toda nuestra capacidad de comunicación (prácticamente infinita), con toda la ciencia y la tecnología que hay desplegada definiendo y condicionando nuestras vidas, con todo el racionalismo en suma con que nos desenvolvemos, en las instituciones universitarias y científicas sigue habiendo «letamendis» y jóvenes que caen en sus enredos. Identifíquenlos, porque son temibles y les pueden arruinar la vida. Traten ustedes de detectar siempre las mentiras acorazadas de argumentos rotundos.
Letamendi, con todo su poderío y elocuencia, atacó el uso de los rayos X. Lo que no se esperaba fue que le contraatacara nada menos que José Echegaray, del que se podría escribir otra parrafada quizá más larga que la anterior, pero que lo dejaré en decir de él que fue otra extravagancia de la historia de la ciencia y la cultura españolas, porque Echegaray fue un magnífico ingeniero y matemático (bueno de verdad) y un escritor de pacotilla (si no me creen, busquen y lean, o al menos traten de leer, algo de él) al que le dieron ¡el premio Nobel de Literatura! Sin más comentarios, les diré que Echegaray polemizó con Letamendi sobre el uso de los rayos X y, aunque éste desplegara toda su parafernalia oratoria, el invento se abrió paso en los hospitales españoles.
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